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Columna: La chica de Roland Garros

28 de Mayo de 2001 | 18:05 | emol.com
Cada año en esta época, el inicio de Roland Garros me trae el recuerdo del olor característico a primavera mezclado con polvo de arcilla que acompaña el ambiente expectante y concentrado del campeonato.

Hace cinco años, una amiga me llamó porque tenía un pituto para trabajar en la organización de transporte del torneo. No le tenía mucha fe, porque los trabajos temporarios en Roland Garros y las historias que los acompañan ya casi tienen dimensión de mitos urbanos, partiendo por la ex polola francesa de Jim Courier -a la cual conoció mientras ella lo conducía de su hotel hacia su lugar de entrenamiento- o el cuento de Andre Agassi que una vez que llegó al aeropuerto no resistió el tráfico y se bajó del auto oficial en la entrada de París, desapareciendo en una estación de Metro antes que nadie pudiera reaccionar.

En todo caso, después de un par de entrevistas, quedé para el servicio telefónico del servicio de transporte, mientras que otros eran designados para las recepciones, puestos de hostess en las canchas, y conductores para transladar a los jugadores, sus familias y entrenadores. Nos vistieron con uniformes "sport", elaborados por Pierre Cardin para Peugeot (la firma es la que presta sus automóviles y dirige este servicio), mientras que las chicas de las canchas vestían uniformes por Christian Dior.

El trabajo no sólo era bien pagado, sino que además, se realizaba día por medio, por lo que el empleado tenía un día completo para pasearse gratis por el recinto. Aunque la credencial no incluía el court central, los que cuidaban los accesos a las canchas eran amigos. El pase daba acceso al paso por el gimnasio y restaurante subterráneo ubicado por debajo del court uno en el cual -con un poco de suerte, inventando pretextos para alargar tu estadía en este antro sagrado- podías ver a los jugadores circulando, bromeando o incluso trotando antes de un partido. Los más simpáticos contestaban los saludos.

El ambiente era muy contagioso: por un lado cientos de deportistas de todos los países -nerviosos, concentrados, esperanzados- y por otro miles de espectadores circulando en el recinto: algunos iban para pasear con familia entre los árboles y calles interiores rojizas de Roland Garros (3.000 pesos para el acceso a las canchas laterales), buscando reconocer a alguna estrella del tenis y aprovechando los primeros días calurosos. Otros seguían sistemática y ansiosamente a sus favoritos en todos sus partidos.

A las conductoras y telefonistas les llovían invitaciones para la temprana fiesta en el Hard Rock Café, el ya tradicional carrete organizado por Yannick Noah en su bar el Doobie's, o la fiesta Nike en la conocida discoteca "Les Bains" donde, a pesar de la hora tardía, seguían festejando Marcelo Ríos y Mary Pierce.

A mí me tocó conversar largamente con la hermana de Pete Sampras (estaba complicada porque se iba a España, no tenía datos, y claro, no hablaba otro idioma que el inglés). También tuve que atender al alemán Michael Stich, a quien reconocía por la voz y quien una vez llamó para quejarse porque pensaba que su chofer manejaba bajo raras influencias... Me invitaron a torneos en Portugal e Italia... A veces me entraban tremendas ganas de creer en esas invitaciones, y seguir participando otro rato de la vida excepcional, pero tan estricta de estos atletas dedicados a maximizar y conseguir el reconocimiento de su capacidad de sobrepasarse físicamente para entrar o seguir en el círculo de los héroes deportivos.

Estar en la organización de un evento de tales dimensiones resultaba impactante. Porque se supone que todo estaba previsto, todo era eficiente e intachable, pero muchas veces había tantos detalles que me perdía, como una vez me pasó que un tipo con uno nombre ruso impronunciable (Yevgeny Kafelnikov) que se quedó esperando su chofer en algún centro de entrenamiento especial, urgido por llegar a tiempo para su partido; o aquellos tacos masivos y ningún auto disponible como para que Agassi pudiera trasladarse del hotel.

Me fui familiarizando durante apenas tres semanas con las costumbres, modos de ser y excentricidades de todo este mundo: Arantxa Sánchez siempre requería un minibus completo porque no se desplazaba sin toda su familia. Stefan Edberg era siempre el más caballero y Pete Sampras -que ya sufría notoriamente de insolación- siempre correctísimo. A Jim Courier le preguntaron si aceptaba que lo filmaran en el auto que lo llevaba a su último partido, pero declinó amablemente porque quería concentrarse, y aconsejó pedirle a Mary Pierce: "Seguro que estará de acuerdo" afirmó con sonrisa irónica, porque la "francesa" (a pesar de su acento muy gringo), quien ese año vestía una tenida negra cruzada en la espalda, siempre estaba buscando la atención de los medios.

Mi día de máxima suerte fue uno de los últimos del torneo. Me llamó un amigo para que fuéramos a una comida en el Hollywood Canteen de los Champs Elysée, invitados por el entrenador de Mary Pierce. Y allí estaban entre otros John McEnroe, su esposa -la cantante Paty Smith- y Jim Courier quién había perdido ese mismo día. Después de la comida, agarraron sus respectivas guitarras y baterías y empezaron un minirecital al cual un rato más tarde se unió Gerard Depardieu en un estado avanzado de ebriedad, cantándole con fuerza "Johnny be Good" a McEnroe.

Como ven, primavera, fiesta y arcilla. Todavía extraño todo ese perfume.

M. M.
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