SANTIAGO.- "Mamá, ¿por qué compites en estas carreras si nunca ganas?" Me lo dijo mi hijo mayor hace unos dos años, cuando él tenía 5. Hace un par de semanas, participó con su papá en el Climbing Tour y las cosas cambiaron. "Mamá, ¿por qué no llamas a tus amigos y hacemos una fiesta para celebrar que pasé mi primera meta?", me dijo. Ya estamos empezando a entendernos.
En este momento en que escribo esta columna, las piernas me duelen como nunca. Tengo ampollas en los pies. Me duelen también las puntas de los dedos. Y ahora es poco comparado a lo que sentí al recién terminar mis primeros 21 km. Sentada en un banco del bandejón central de la Alameda, el dolor era tanto y tan nuevo, que confieso que no me faltaron las ganas de llorar. Pero esto es sin llorar.
Al menos para mí la consigna es que esto tiene que ser un goce. Si no es divertido, no vale la pena. Ya se qué dije que sentía ganas de llorar. Pero eso fue al final. Es natural y legítimo sentirse destrozado en ese momento. Pero todo lo demás, merece el esfuerzo.
Miren mi mañana, por ejemplo. Soy experta en pastelear en tonteras. Ya iba en el metro conversando con Óscar, a quien había conocido minutos antes, porque me vio corriendo por Larraín y me ofreció llevarme en auto a la estación Plaza Egaña, cuando me doy cuenta de que, ¡rayos, truenos y centellas!, no me había puesto el chip. ¡Cómo %$$@ se me olvida ponerme el chip! Óscar me miraba con condescendencia. Le dije que no se preocupara. Por último, le dije, es menos presión. No habrá registro oficial de mis primeros 21k. Al cabo que ni quería, ¡ja!
Pero cuando nuestra naturaleza nos hace zancadillas, viene la vida y te guiña un ojo. Óscar resultó ser un gran compañero. A sus, calculo 52 años, había corrido maratones y tenía bastante experiencia en el tema. Mucho más que yo al menos. Él quería hacer sus 21 k en 2.20 horas. "Si logro llegar en ese tiempo, yo soy feliz", le dije. Hasta los 12 kilómetros me duró la felicidad.
Hasta ahí todo había sido demasiado cómodo. Bonita la fiesta con más de 20 mil competidores. El metro lleno de gente con poleras verde lima. Todo alegre. Había trotado muy tranquila y me sentía bien. Hasta que en el kilómetro 12 me morí. Miré a Óscar y le dije que siguiera no más, que yo necesitaba ir a un baño. Y entré nada menos que al baño de una iglesia, cuando ya íbamos por Antonio Varas. Mientras la gente cantaba en la misa, yo estaba en el baño sintiéndome fatal. Creo que simplemente me deshidraté. Tomé suficiente agua, me despejé un poco y volví a la calle. Sólo me quedaban 9!!! Kilómetros. ¿Cómo lo iba a hacer?
Me ayudó The Clash con "Revolution rock" en los oídos y después, Violent Femmes con "Blister in the sun", me puse a bailar mientras corría y me di aliento por mi cuenta. Pero también la gente en las calles hacía lo suyo. Una mujer en Eliodoro Yáñez me palmoteó la mano y me dijo "vamos, amiga". Fue como de película, fue como si su energía hiciera un efecto en mí por la pura buena onda.
Seguí, cada vez más destruida. Sentía que me había faltado entrenamiento. Me faltaban piernas. Seguí, cada kilómetro avanzado, era uno menos. Cuando ya finalmente estaba mirando la meta, a lo largo del último kilómetro, no podía más. Empecé a caminar. Otra mujer me grita, "no pares ahora. Ya corriste 20 kilómetros, vamos, que no te queda nada". Volví a correr y pasé la meta trotando.
Aunque no hay registro oficial de mi pequeña y personal hazaña, me demoré 2 horas y 37 minutos. Una eternidad. En el mismo tiempo que yo y menos, iban pasando los maratonistas que habían corrido el doble que yo. No importa, lo hice. Yo soy una más entre miles que hoy vivimos una mañana especial. Como consecuencia, me duelen las piernas, es cierto. Pero me siento orgullosa. Mis hijos y mi marido me recibieron con flores. Así que estoy feliz de haberme superado un poquito. Y de ver que a mis 38 años aún soy capaz de muchas cosas. No sé si algún día me atreva con los 42. Lo pienso y me duele. Aunque… nunca se sabe.