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Glyndebourne: ¡Éste sí que es festival!

Ir desde Londres al condado de Sussex a ver una ópera es una aventura "impagable", en todos los sentidos de la palabra. Y es también una experiencia musical y social tan exclusiva que no se olvida nunca.

23 de Julio de 2004 | 10:55 | Desde Lewes, Reino Unido, por Juan Antonio Muñoz y Luis Goycoolea U.

El festival de Glyndebourne.
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    Por primera vez en nuestras vidas llegamos a sentir –y a entender- aquellas palabras tan recurrentes entre las mujeres cuando son invitadas a una fiesta: ¿Qué me pongo?

    No nos mal interpreten, vestidos no íbamos a usar. Pero como la ocasión ameritaba el uso de black tie (smoking o traje de etiqueta), la pregunta inicial no estaba de más.

    -Aló, papá, ¿tienes black tie?
    -¿?...Ehhh sí, ¿vas a hacer algún pituto en un matrimonio?
    -¡No papá!, tengo una invitación a la ópera y es de black tie.

    Son pocas las veces en la vida que una persona usa black tie. Por eso mismo, la preparación tiene una buena cuota de expectante vanidad, de ¡guau, cómo me veré, qué impresión causaré! Así comienza la aventura de ir a la ópera en Glyndebourne, una pequeña localidad vecina al pueblo de Lewes, en el condado de Sussex, Inglaterra.

    Nada es corriente en relación con este festival (ver recuadro). Ni la reserva de tickets, ni los precios, que se empinan hasta 150 libras (150 mil pesos) cada butaca. Pero cuando uno tiene la idea entre ceja y ceja, y cuando se sabe que la música funciona allá a la perfección, no hay más que hacer: partir y pagar.

    Además, la ópera es un plato de fondo que tiene agregados tan exquisitos que finalmente las libras parecen pocas.


    Clásico canasto de picnic.
    Si uno está durmiendo en Londres y no en Lewes, el viaje comienza con el black tie en la maleta. Las preguntas son: lo saco o lo cuelgo en el clóset, lo mando o no a planchar, me lo pongo aquí y parto a Victoria Station disfrazado u opto por mi look habitual –pura elegancia moderna y casual- rumbo a la aventura lírica bucólica y me cambio allá. Son dos posibilidades y ninguna es mala. Ir a Victoria revestido es una prueba de que andar así en Inglaterra no le importa a nadie: black ties, blue ties, pink ties circulan de la mano por el metro acompañados de capelinas look Ascott, trajes de encaje y tapados de piqué color pastel. Primera decepción, pues uno no impresiona a nadie; ni siquiera al punk que canta en el tube (metro en jerga londinense). Algunos llevan su canasto tipo Oso Yogi, con todo lo necesario para un camping con champagne y caviar. Tiene la complicación, eso sí, de que si en el tren a uno se le cae encima el café ya no hay remedio.

    Glyndebourne ha pensado siempre en todo. Y ese todo incluye a los que llegamos en gabardina y jeans.

    El viaje dura 45 minutos y cuesta 19 libras (19 mil pesos) de ida y vuelta. Cuando llega la confirmación de las entradas, la brochure incluye un itinerario de trenes con la indicación de la hora más cómoda para partir ese día y el horario del último tren que nos devolverá a Londres después de la función. Ojo: si el fichero indica “start 13:07’’ es a las 13:07. Very british. Hay que partir temprano porque la ópera comienza a las 5: como el famoso té. Una vez allá, las posibilidades son irse en taxi (6 mil pesos más) o esperar un bus, que cuesta lo mismo. Prefiera el taxi, pero ojo, a la salida hay que tomar el bus porque no hay otra manera de regresar a la estación.

    Un breve paseo por Lewes nunca está demás. Calles empinadas, casas Windsor y Tudor, el palacete donde quedó postergada (pero viva) Ana de Cleves (cuarta esposa de Enrique VIII), tiendas pequeñas y buenos restaurantes y amasanderías.


    El champagne es obligatorio.
    En Glyndebourne recibe el mayordomo, también de pulcra black tie, que indica dónde cambiarse. Cualquier mozo en este lugar podría estar sentado en platea sin provocar ninguna pregunta o alguna mirada indiscreta. El sitio está atrás, cerca de los estacionamientos; impecables camarines para hombres y mujeres, con grandes espejos y buenos baños. Todo en orden ahí; desde el ama de llaves que atiende con severa amabilidad hasta los ganchos para dejar el traje mientras uno hace desaparecer el otro, tan inconveniente en ese entorno.

    Tras la aventura de vestirse junto a un black tie con experiencia que usa humita verde loro y calcetines en el tono y otro, más gordito, que no puede con su decepción al comprobar que le quedan cortas las mangas, se impone un paseo por el lugar, que es magnífico. Caminos de piedra flanqueados por arcos de rosas y todas las variedades florales de Sussex en perspectiva, conducen a espacios más amplios donde algunos improvisan un english tentempié con salmón y un vaso del veraniego Pimms, servido fresco, con frutas y unas hojas de menta. Refrescante trago que proviene del gin o del whisky. Ya las mesas reservadas con antelación están en su punto, ubicadas en sitios estratégicos: junto al río, en un rincón más privado, en medio del campo o al lado de las vacas. Una que otra vez, la blancura de las mesas se trueca en cobijas escocesas de lana de Edimburgo sobre las que enjundiosas o flacas inglesas se tienden como en un cuadro impresionista de almuerzo campestre.

    El recinto comienza a poblarse lentamente a medida que se aproxima la hora de inicio de la función. El linaje aristocrático de los comensales sólo rivaliza con la nobleza de sus carruajes: Rolls Royce, Bentleys, Range Rovers y Austin Martín hacen cola para dejar a los asistentes en la entrada.

    Las mujeres sobresalen con sus vestidos “haut couture” y originales diseños caseros que se entremezclan con copas de cristal con champagne Louis Roederer (182 mil pesos la botella) y still water (agua mineral sin gas). El agua es gratis, por suerte.

    Televisores indican todo: hora de ingreso a la sala, primer intermedio con minutos exactos, avisos con tres campanadas, vuelta a la sala, término de la función y los minutos exactos que uno debe tardar en llegar a la estación de Lewes para no perder el último tren a Victoria.

    A las 4 en punto abre el cloakroom donde se debe dejar en bolso de mano; es una buena idea conocerlo para aprovechar de pasar al lujoso baño y ver la muestra con diseños de escenografía y vestuarios para la temporada de Glyndebourne, cuyos originales se venden a precios acordes con la situación. También es un acontecimiento la tienda, donde se puede comprar desde una bufanda de terciopelo y joyas de diseño exclusivo hasta CDs con funciones del actual ciclo de ópera. Además, todas las grabaciones en mercado del título que se da ese día.


    La sala.
    Se entra a la sala y otra sorpresa: todo en madera, sencillo, moderno y elegante a la vez. A pesar de que es un teatro en herradura, todas las ubicaciones permiten ver el escenario y los asientos son cómodos. Nadie queda encima de otro y las piernas de uno no son un estorbo.

    La representación (ver recuadro) es simplemente perfecta. Y la acústica de la sala permite que hasta el más mínimo suspiro en el escenario se escuche con claridad. Así se hacen las cosas, piensa uno, acordándose del Municipal santiaguino con harta felpa para opacar el sonido, con tantas butacas incómodas y con tantas localidades donde sólo se escucha porque no se ve.


    Uno se siente parte del rebaño.
    Si uno no tiene la suerte de comer en el lugar (como no fue el caso; la justificación: ver recuadro con los precios), puede comprar un canapé y un trago para deambular y debutar como voyerista de esta fiesta de gala. No es barato, porque el canapé y el trago sale al menos 14 pounds (14 mil pesos). Bien puede ser una copa de vino: casas Lapostolle y Errázuriz estaban ahí. Excelente por los mostos nacionales.

    Ya que el intermedio es largo (una hora), no hay más que adentrarse en la campiña para ver de qué manera se disponen las mesas y las tiendas sobre el césped y para ser parte del espectáculo: cómo uno mismo y su inseparable black tie se entraman con el rebaño vacuno y ovino el horizonte y cómo este Glyndebourne verde es un descanso para el alma. El solo paseo calma la vista y sume en una suerte de ensueño carísimo, del que uno, embriagado y hambriento como está, tiene la ilusión de formar parte. Los caminos por el borde del río son lo mejor, con las aguas plagadas de nenúfares. También Stratford-upon-Avon, la cuna de Shakespeare, es así.



    Las aguas en Glyndebourne están plagadas de nenúfares.
    Lo único de Glyndebourne que no tiene suficiente glamour es la despedida. Porque la ópera termina tarde y hay que partir a toda máquina, black ties y capelinas al viento. Pero es la inexperiencia lo que atenta, porque uno se pone nervioso de más con esto de quedar abandonado en Sussex a medianoche. Pero los coaches están ahí y se demoran lo justo, y los habitués dicen que el tren hasta espera unos minutos cuando saben que la ópera está un poco atrasada.

    Es un cuadro impagable y surrealista ver a la concurrencia ataviada en la estación, a esas horas de la noche, con frío y una lata de cerveza o un café express en la mano. En los vagones ya nadie guarda compostura.

    Ver:
    Página web Festival de Glyndebourne
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