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La vieja costumbre de saltar

El emblemático trío de la electrónica noventera no se guardó ningún recurso para lograr lo que las localidades vip insisten en poner en retirada: Miles de seguidores saltando sin parar como uno solo, y cuerpos húmedos que no sienten asco por el de al lado. Sólo eso, ya permite darse por pagado.

29 de Octubre de 2009 | 09:43 |
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Keith Flint dio el ejemplo: El cantante de Prodigy saltó sin parar, como si estuviera precalentando, durante los cerca de 80 minutos que duró el concierto.

EFE

Keith Flint y Maxim se mueven de un lado al otro del escenario, mientras el público no para de hacerlo abajo del mismo. El Teatro Caupolicán también se mueve, y eso no es una metáfora: El trío electrónico Prodigy se presenta por tercera vez en Santiago con los decibeles más cargados que nunca, haciendo vibrar todos los rincones del recinto de San Diego y hasta la nariz de cualquiera de los espectadores.

Es la muestra más radical del poderoso espectáculo de los británicos, característica que no sólo quieren difundir a partir de su estética musical, sino que llevar a lo más tangible: Un volumen ensordecedor, luces que ciegan y un ritmo continuo que mantiene al público saltando al borde del desborde, completan un cuadro que va de lo catártico a lo arrollador.

Puede ser efectista —como, a fin de cuentas, en gran medida sus canciones también lo son—, pero por lo mismo resulta. Desde la apertura (con media hora de retraso) con "World's on fire", las cerca de 4 mil personas se multiplican y simplemente se vienen abajo. El pulso persistente y monocorde de las máquinas de Liam Howlett se incrementa a cada momento, y un baterista ayuda a hacer de la inmovilidad una idea perdida y ajena.

Sobre ese continuo de innegables tintes industriales es que los dos "MC" del grupo hacen su labor a la perfección. Es la fórmula que dio fama a Prodigy en los '90, de la mano de un álbum esencial en la electrónica de ese entonces como Fat of the land, y que a 15 años de la gran rave mundial no ha perdido una gota de efectividad en vivo. Los temas pueden tener ciertos toques de hip hop ("Poison"), un aliento dance ("Invaders must die") o la crudeza metálica y la carga rockera de la mayor parte de su repertorio llevada a sus dosis máximas, pero la masa baila de la misma manera: Frenética, imparable, en éxtasis.

Las máquinas se silencian por primera vez tras uno de sus mayores éxitos, "Smack my bitch up", y los rostros de los presentes lo dicen todo. Unos miran a otros como si vinieran bajando de la más vertiginosa montaña rusa, y comprobando que el de al lado está embriagado por la misma adrenalina.

Los oídos sufren, pero algo hace que todo valga la pena: Son los miles de seguidores que actúan como uno solo, el salto coreográfico, el baile continuo de 80 minutos y los cuerpos húmedos que no tienen asco al de al lado. Un viejo ritual que las exageradas subdivisiones de los recintos y el oneroso valor de los tickets parecían tener en retirada, pero que fórmulas como la de Prodigy siempre logran imponer.

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