José Luis Domínguez al frente de la orquesta del teatro más importante de la música chilena.
El MercurioCon una alta convocatoria se realizó este concierto estival en el Teatro Municipal de Santiago, a cargo de la Orquesta Filarmónica conducida por José Luis Domínguez.
Como es habitual en los conciertos de extensión, no se entregó un programa impreso y tampoco hubo una introducción a las obras, y así se perdió la oportunidad de ampliar la cultura musical de un público proveniente en gran parte desde provincias e incluso del extranjero que querían escuchar el famoso “Bolero” de Maurice Ravel.
Lo primero que debemos destacar es el evidente entusiasmo de cada uno de los músicos de la orquesta, que entregaron lo mejor de su musicalidad en pos de un buen resultado, que se tradujo en un hermoso sonido a lo largo de toda la jornada. La primera de las tres obras fue la “Obertura Egmont” de Ludwig van Beethoven, que pertenece a la música incidental que el autor escribiera para el drama teatral del mismo nombre de Johann Wolfgang von Goethe.
Esta obertura pretende sintetizar la esencia de la obra teatral. Esto es la lucha de Egmont por la libertad de su pueblo, que musicalmente supone una constante tensión presente en el arco expresivo y dinámico de la partitura. La versión de Domínguez fue cuidadosa pero falta de tensión y poco expresiva. Por ejemplo, el corte brusco y el silencio que señalan la muerte de Egmont fue intrascendente. Al contrario, muy lograda fue la sección final, conocida como “sinfonía de la victoria”, que sí rescató los elementos propios a la descripción del triunfo del pueblo flamenco.
Continuaron con una versión formal y demasiado plana de la “Sinfonía N° 29 en La mayor K. 201” de Wolfgang Amadeus Mozart. En el “allegro” inicial, lo más logrado fueron los contrastes dinámicos, aunque sus fraseos no fueron lo suficientemente claros. El “andante” fue muy inexpresivo y se confundió lo “piano” con “lento”, lo que diluyó cualquier grado de tensión expresiva. El “minueto” comenzó con un pulso poco claro y en el “trío” siguiente cuidó poco el balance sonoro, perjudicando el hermoso sonido de los violines primeros, casi tapados por los cornos.
El “allegro espirituoso” fue el más logrado en cuanto a carácter y forma, manteniendo siempre la belleza sonora. Creemos que el gesto elegante y muy amplio de Domínguez se aviene poco al estilo de Mozart, pues provoca en muchas oportunidades ataques poco precisos en la orquesta.
La repetición y el crescendo del “Bolero”
La hora del triunfo llegó con la interpretación del famosísimo “Bolero” de Maurice Ravel. La partitura que fuera escrita originalmente como música de ballet ha provocado una importante cantidad de coreografías firmadas por los más importantes creadores de todos los tiempos. Al pasar a las salas de concierto la obra recibió su consagración universal, transformándose en una de las favoritas de todos los públicos.
Domínguez mantuvo el crescendo bajo control desde el pianissimo del comienzo hasta culminar con el fortissimo del final, esta es una de las dificultades de la dirección para evitar que producto del entusiasmo se llegue al fortissimo antes de tiempo.
Como es lógico el arrebatador final levantó al público en una enorme ovación, llegando a tanto que interpretaron una de las obras para las presentaciones fuera del teatro, nos referimos al “Vals del Emperador” de Johann Strauss del que ofrecieron una estupenda versión.