Salima Mazari se recuesta descuidadamente en el asiento delantero de un furgón que circula por un distrito del norte de Afganistán, con una canción popular sonando por el altavoz colocado en el techo.
En este país muy patriarcal y conservador, Mazari es una de las escasas mujeres gobernadoras de distrito. Y tiene una misión: reclutar a gente dispuesta a combatir los talibanes.
"Mi patria (...), yo te sacrifico mi vida", entona la canción. En los tiempos que corren, esto es lo que pide la gobernadora a sus ciudadanos.
Los talibanes han ocupado en los últimos tres meses extensos territorios rurales aprovechando la retirada, ya casi terminada, de las fuerzas internacionales presentes desde hace dos décadas en Afganistán.
En muchos lugares, con un estilo de vida tradicional, la llegada de estos fundamentalistas islámicos no ha cambiado el día a día de sus habitantes.
Pero en Charkint, un remoto distrito montañoso a 75 kilómetros de Mazar-i-Sharif, la gran ciudad del norte, hay mucho en juego.
Con 39 años, la primera mujer gobernadora de la región tuvo una batalla que librar incluso antes de que llegara el conflicto.
"Socialmente, la gente no estaba preparada para aceptar a una mujer dirigente", confía a la AFP la gobernadora, con la cabeza cubierta por un chal con un estampado en forma de mariposas y los ojos cubiertos por unas grandes gafas de sol.
También es miembro de la comunidad hazara, eminentemente chiíta, perseguida durante muchos años por los extremistas suníes en este país desgarrado por divisiones étnicas y religiosas.
Día y noche en el frente
Los hazaras han sido blanco de ataques de los talibanes y del grupo Estado islámico, que los consideran herejes. En mayo, un atentado bomba contra una escuela de Kabul mató a más de 80 personas, en su mayoría estudiantes.
La mitad del distrito de Charkint ya está en manos de los insurgentes. Y Mazari dedica casi todo su tiempo a tratar de reclutar combatientes que defiendan las zonas todavía bajo control del gobierno.
Centenares de habitantes, desde agricultores y ganaderos a obreros, se unieron a la causa, incluso a costa de poder perderlo todo.
"Nuestra gente no tiene armas, pero han vendido sus vacas, sus corderos e incluso sus tierras para comprarlas", explica Mazari.
"Están en la línea de frente día y noche, sin recibir ningún salario ni reconocimiento", añade.
De acuerdo con el jefe policial de distrito,
Sayed Nazir, los 600 milicianos que Mazari consiguió reclutar son el único motivo por el que los talibanes todavía no controlan todo el distrito.
"Nuestro éxito es debido al respaldo de la gente", dice este policía, recientemente herido en la pierna en combate.
Mal recuerdo del régimen talibán
Entre ellos hay campesinos como Sayed Munawar, de 53 años, o estudiantes como Faiz Mohammad, de 21 años, que se ha tomado una pausa en su carrera de Ciencias Políticas.
Hasta hace tres meses, no había visto el fuego de la batalla. Ahora ya ha participado en tres.
"El combate más violento tuvo lugar hace tres noches, cuando tuvimos que repeler siete asaltos", explica todavía vestido de civil y escuchando una melancólica música hazara en su teléfono.
En Charkint, los lugareños guardan muy mal recuerdo del régimen talibán, que impuso entre 1996 y 2001 su visión ultrarrigorista de la ley islámica.
Mazari sabe que si vuelven al poder, no tolerarán a una mujer como gobernadora.
Bajo el yugo talibán, las mujeres no podían salir sin un acompañante masculino y tenían prohibido trabajar y estudiar. Las que eran acusadas de crímenes como el adulterio, eran fustigadas o lapidadas hasta la muerte.
"Las mujeres tendrán prohibida toda oportunidad en materia de educación y nuestras jóvenes se verán privadas del trabajo", augura en su oficina, mientras prepara con los jefes milicianos la próxima batalla a librar.