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Maridos y esposas

columna del 12 de marzo de 2005 en ciclo de revista "El Sábado"

03 de Agosto de 2005 | 10:12 |
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Por alguna razón inexplicable, las personas una vez que se estabilizan en sus relaciones de pareja tienden a renunciar a sus encantos anteriores. Pareciera que la sola palabra matrimonio les activara las conductas más inadecuadas y arcaicas, convirtiendo la convivencia diaria en terreno fértil para el resurgimiento de prácticas añejas, demandas infantiles y malos hábitos.

Tan aceptado es que después de sellar un compromiso serio los lazos se vuelven desabridos, que se ha reservado el término amantes para quienes mantienen una relación clandestina, desvirtuando su sentido real de referirse simplemente a quienes se aman.

Así, cuando se supone que los cónyuges van a florecer, comienzan a silenciarse eróticamente, se estancan en el amor y se pierden la admiración. Se descuidan, imitan conductas indeseadas que repudiaron en sus padres, se dejan estar y desarrollan paulatinamente exigencias y barreras que no estaban presentes durante el pololeo.

Ya dejan de detenerse en el otro, de mirarse, de conversar lo que les pasa y de mostrar buena disposición. Surgen las descalificaciones con las palabras y los gestos, las muestras de rechazo y los reclamos permanentes. Los que antes conversaban horas se vuelven distraídos, los que ayer eran cercanos se convierten en antagonistas, los que otrora se atraían se tornan aburridos e indiferentes.

Comienzan a acumular años de críticas y frustraciones y a expresar cada día menos lo que sienten. Anestesiados emocionalmente, dejan de arreglarse el uno para el otro y van perdiendo paulatinamente los modales y el decoro. Encerrados cada uno en su fortaleza, repiten automáticamente conductas desprovistas de sentido y se comportan como si su enamorado fuera un mal menor o sólo una resignada compensación a la soledad. Como si frente al altar hubieran jurado perderse más que amarse para toda la vida.

Señor, usted que era antes un galán y ahora lleva años hipnotizado frente a la tele, distraído, mudo o ausente; y usted, señora, que era una mujer seductora y coqueta y ahora está permanentemente enojada, frustrada o insatisfecha, ya es tiempo de que atinen.

¡Despierten! Ahora que su relación de pareja ya entró en tierra derecha, no permitan que relacionarse mal se vuelva costumbre. ¡Y por favor no se pongan feos, ni gordos, ni aburridos, ni irritables, ni exigentes, ni demandantes, ni antipáticos, ni abúlicos, ni gritones, ni insoportables, ni distantes, ni malhumorados, ni resentidos, ni hoscos, ni herméticos, ni desabridos, ni huraños, ni odiosos, ni agrios, ni desarreglados!

Recuerden que tienen que prodigarse y no dejarse estar, preocuparse el uno del otro e impedir que cunda el olvido. Recuerden que no es lo mismo, aunque parezca lo mismo, ser austero que avaro de sí mismo, ni discreto que precario en los afectos, ni moderado que ahorrativo de sonrisas y palabras, ni cauteloso que distante y desatento. Tenga presente que en un mundo donde todo cambia incesantemente y se vuelve desechable, los vínculos estables son un privilegio y, muchas veces, la única fuente de identificación permanente. Por eso es tan importante cuidarlos.

Pónganle freno al deterioro antes de que llegue ese punto de no retorno donde el desinterés y el aburrimiento se vuelven implacables. No permitan que su hogar se vuelva un espacio de pura soledad, falta de cariño y malos entendidos.

Ojalá se den el tiempo para recuperarse del desgaste; no olviden que el deseo, así como se pierde, también puede volver a encontrarse. Pero por sobre todo, hagan lo posible por evitar y combatir esa inexplicable transformación emocional que sufren las personas al convertirse en maridos y esposas.

¡Por favor, no les den más argumentos a esos escépticos de siempre que, con su campaña de desprestigio, dan vueltas por el mundo afirmando que el amor es una forma de locura que sólo cura el matrimonio!



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