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Un "uppercut" al pugilismo

Emotivo, fuerte y salpicado de denuncias es la sensación que deja el documental "Chi-chi-chi-Le-le-le", que registra el año que volvió Martín Vargas, a los 42 años, al cuadrilátero, con peleas arregladas, dramas familiares y la polémica personalidad de un hombre. Un hombre muy debilucho cuando se saca los guantes.

10 de Julio de 2000 | 18:07 | Marcelo Cabello (El Mercurio Electrónico)
SANTIAGO.- Fue mera casualidad encontrarme con él. O con sus fanáticos. Salía de ver la sicodélica y, a ratos, graciosa cinta española "El milagro de P. Tinto", cuando me topo en el hall del Arte Alameda con una muchedumbre, ansiosa de ver el reciente documental de quien fuera (fuera y no es) uno de los ídolos del pugilismo nacional.

Hablo de Martín Vargas, retratado sin compasiones y con mucha intimidad por un trío de documentalistas en "Chi-chi-chi-Le-le-le", asesorados por el cineasta Silvio Caiozzi. De hecho, el director de "Coronación", recién llegado de un festival cinéfilo de Francia, se interesó en el tema, a días de ese julio de 1997, cuando Vargas decidía subir nuevamente al ring. Con 42 años a cuestas y cientos de golpes en el cuerpo, más de alguno que se familiarizó con el rostro y hablar del protagonista.

Ese acontecimiento, para Caiozzi, era una veta por explotar: un documental del chileno que peleó cuatro veces la corona mundial -aún tengo en la memoria infante esa madrugada, de despertar y verlo, lamentablemente, caer ante Gushiken.

Y la idea resultó. Emociona ver el entorno de Vargas y a él mismo, con sus groserías a flor de piel, a la hora de "sacarle los choros del canasto", como dice ante cualquier retraso o inconveniente en las peleas.

El trío de documentalistas que siguió al púgil durante un año desde julio del '97 supo habituarse al ambiente boxeril, y éste recibió, quizá, de buena manera la intromisión de cámaras en gimnasios, camarines, estadios... en lo más profundo y oscuro del negocio.

Por esta historia, de 63 minutos, hay una galería de personajes. Cada uno con su visión, muchas veces crítica a este deporte -como la siquiatra María Luisa Cordero-. O de sacar el mayor provecho, sin pizca de ética, de quienes suben al cuadrilátero, si nos referimos a la prensa que buscaba "la noticia" (un hombre muere boxeando) y las sombras llamadas "manager" o "representantes" que con una mano palmotean la espalda del protagonista y con la otra sacan todo del bolsillo.

El mérito de los realizadores Bettina Perut (periodista), David Bravo (director de fotografía) e Iván Osnovikoff (antropólogo) está en que la realidad que ven, con sus ojos, es la misma que vemos en la pantalla. Sin censuras, hasta con aprietos a la hora de poner el lente en sucias componendas y traiciones, a espaldas de Vargas.

Por ejemplo, cuando el promotor Ricardo Liaño insta a viva voz a un púgil trasandino a confesar que le dieron dinero por perder con el chileno, en medio de muchos testigos y cámaras. Y minutos después de rodaje lo vemos, desde sus negocios -cadena de topless del Caracol Bandera- analizando a Martín, su vida, a él, cuál filósofo que puede tirar la primera piedra.

De ese arreglo, en Osorno, surge otro momento tenso. Silencio en la sala del cine y en la del lobby de un hotel, cuando el técnico de Vargas sabe la noticia y les reprocha a los productores del combate (Francisco Pérez y su socio Carlos Massenili) la "traición". Así, él no dirige más al chileno, advierte, mientras el cinismo se posesiona de los rostros de los aludidos.

De Vargas sale su fuerte personalidad y carácter recalcitrante. No acepta términos medios, y sólo lo que él quiere. Es, entonces, que el único refugio que calma sus pasiones surge en su esposa, más nerviosa que él en el ring, confesando el platal que gasta en pastillas, sicólogos y cigarros; su madre, que lo lleva a la tumba de su padre; su hija que llora, llora y llora por la caída de un ídolo. Su padre.

Otros dos momentos que ofrecen una pincelada de humor, gracias a esta cámara metiche, corren por cuenta del periodista Julio López Blanco (cada vez que aparecía, un anónimo lo puteaba cobrándole cuentas políticas pasadas) y la doctora Cordero. El primero graba un enlace "en directo" desde la medialuna donde Vargas volvía a ponerse los guantes. Lo intenta un par de veces, no resulta, se turba con la cámara que lo sigue. "Pero gueón graba pa' otro lado, que me grabai a mi" y otros insultos al camarógrafo.

Con la siquiatra, filmada en un sanatorio de enfermos mentales, sale a relucir la lengua deslenguada de la también escritora ("Jurel tipo salmón"). Relaciona a los boxeadores con sus pacientes por las secuelas que dejan tanto golpe en la cabeza. Hace hablar a uno de los internos -no se le entiende mucho- y agrega: "Ves, este hombre ya habla como futbolista". Y cuando le pregunta al loquito si Martín pelea con "paquetes", él responde afirmativamente. "Imagina. ni a él lo engañan las peleas de Vargas", acota la doctora.

Y ése es el mérito de "Chi-chi-chi-Le-le-le". No engañar a nadie. Mostrar las dos caras de este púgil, bravucón con los guantes pero débil, llorón y hasta inocente fuera del ring. Con sus defectos y virtudes que sólo su círculo más íntimo sabe reconocer, bien retratado por este documental -exhibido por Sky este mes- que es un maravilloso "uppercut" a quienes usufructuaron de un hombre dejándolo en la misma calle de los mendigos, lanzando ganchos al aire con aromas etílicos.
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