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Regata de Chiloé: El taxista que imparte justicia a Matte, Ibáñez, Errázuriz y compañía

De lunes a viernes maneja un taxi por las calles de Santiago. El fin de semana, cuando hay regatas, se sube a un barco y se transforma en juez de un deporte donde el dinero es fundamental. Es el amo y señor de las reglas náuticas. Es Jorge Galindo.

26 de Enero de 2010 | 10:22 | Por Andrés Escobar Moraga, enviado especial a Chiloé
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Galindo en Chiloé este verano de 2010.

Macarena Pérez, El Mercurio

ACHAO.- Es cerca del mediodía y en Chiloé llueve como sólo llueve en la Isla Grande, con gotas que pesan cinco kilos y azotan todo lo que está en su camino al suelo. La densa cortina no perdona.


Y Jorge Galindo acaba de desembarcar en una solitaria playa. Se interna en el bosque. Se sienta en una piedra y comienza a mirar el mar a través de sus binoculares. Espera a que aparezcan los yates en su horizonte. Unos diez años antes, Galindo se hizo árbitro de regatas. Ese es el comienzo del relato.


Jorge Galindo trabajaba en la revista Regatas y uno de sus jefes lo invitó a Algarrobo. Tenía que ser juez y necesitaba ayuda. Jorge hizo de comisario. A la octava regata, lo dejaron arbitrando sólo. "Me tiraron a los leones. No tenía la experiencia, pero sabía cómo hacerlo", diría Galindo 23 años más tarde.


A pesar de que recibe un sueldo por su labor como árbitro, Jorge se gana la vida manejando un taxi. De lunes a viernes se pasea por las calles de Santiago. A veces, también el sábado y domingo. Un trabajo peligroso, según él. Tanto así, recuerda, que una vez le apuntaron con una pistola en la cabeza:


"Era de noche y un hombre me hizo parar. Se acercó a mi ventana y empezó con el típico 'por cuánto me lleva a tal esquina'. De repente, otro tipo se metió por atrás y me puso un cañón en la cabeza. Yo les dije que no tenía plata, que se la había llevado recién a mi jefe, que si querían se llevaban el auto, pero plata no tenía. Dijeron que necesitaban la plata porque tenían que hacer un negocio. Y se fueron. Todos dicen que yo tengo mucha suerte".


Quizá, esa misma suerte es la que tiene a este hombre junto al mar, un lugar que siempre ha querido, metido en un deporte en que el dinero es requisito fundamental. En esta Regata Chiloé Bicentenario, está participando uno de los yates más modernos del mundo de la categoría ORC 500 Racer, el Trafalgar, que costó, aproximadamente, 500 mil dólares.


El resto de las embarcaciones en competencia valen, en promedio, unos 300 mil. Por algo la mayoría de los capitanes y dueños de los botes son empresarios de renombre. Bernardo Matte (presidente de Colbún y director de CMPC),  Nicolás Ibáñez (D&S), José Luis Vender (socio del Grupo Fósforos) y Jorge Errázuriz (Celfín Capital), son algunos de los hombres a cargo de los yates en competencia. Ahí está metido Jorge Galindo, administrando justicia.


A pesar de las diferencias en las cuentas bancarias, este taxista-árbitro dice que nunca ha tenido problemas con nadie y que, al contrario, se lleva bien con todos los participantes de esta regata y las que se hacen durante el año. Incluso una vez, cuenta, estaba arbitrando una regata y ganó el que en ese tiempo era mi jefe.


Después del final, hubo un par de protestos –sistema de apelación a los resultados de una regata- "y tras revisar los antecedentes e interrogar a involucrados y testigos, tuve que quitarle el triunfo. Así de simple".


Según él, su jefe nunca lo increpó o se molestó con él. "Este es un deporte de caballeros y todo lo que pasa en competencia queda ahí", apunta.


Todo esto, Galindo lo dice en Quemchi, un pequeño pueblo de la isla de Chiloé. Lo dice tras el término de la segunda jornada de competencia de la Regata Chiloé Bicentenario.


La misma competencia que le regaló el momento más lindo de su carrera como árbitro. Ese que lo instaló en un bosque sobre una solitaria playa mientras el cielo se deshacía. Estaba solo, mojado, con un sándwich y una bebida en la mochila. Miraba el mar, esperando a los yates. Un niño, sin zapatos y con la ropa harapienta, apareció de la nada. Se saludaron y Jorge le regaló el jockey que llevaba en su cabeza. El niño se fue. Al cabo de un rato, volvió junto a sus hermanos y su mamá.


"Me llevaban pan amasado, té y mantequilla casera. No tengo un recuerdo más lindo de todo esto", dice.

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