
Un hincha se retira cabizbajo… A lo lejos
se pueden advertir sus ojos llorosos. No es
para menos. Su equipo, ese, el de toda la vida,
acaba de perder una final sobre la hora. Me
acerco para tratar de consolarlo, pero no me
responde, sólo
puedo escuchar una queja en voz baja: “Ese
gol se lo comió el arquero”. De
inmediato, se me vino a la mente una de las
tantas frases hechas que existen alrededor
de este deporte, que no por vieja pasa de moda: “El
arquero es medio equipo”.
Sea mito, sea verdad, sea lo que sea, siempre
el puesto del arquero ha sido clave. El máximo
reconocimiento para quien se ponga bajo los
tres tubos es ganarse el rótulo de “gana
partidos”. Y dentro de esa élite
se encuentra Roberto Rojas, alias “El
Cóndor”.
Para comenzar a contar su historia debemos
remitirnos a cuando cuidaba la portería
del desaparecido Deportivo Aviación.
Ahí, en medio de la base militar El Bosque,
se encontraba el estadio Reinaldo Martin, mudo
testigo de las primeras atajadas de este nativo
de la comuna de San Miguel.
Apenas se calzó la “1” de
ese equipo, su nombre empezó a ser conocido
en el ambiente futbolero. No eran pocos los
que ya le proyectaban una carrera brillante.
Su seguridad y sobriedad para manejarse en el
arco daban claras muestras de aquello. Sin olvidar
esas prodigiosas piernas que le permitían
cubrir sin sobresaltos cualquier sitio. Esa
agilidad le hizo ganarse el mote de “Cóndor”,
ave insignia de la Fuerza Aérea de Chile
y, por ende, de su escuadra.
Por
eso no extrañó que Colo Colo haya
puesto sus ojos en él para defender su
valla. Y a partir del año 1983 cambió
los aviones por la enseña del Cacique.
No la tuvo fácil al comienzo, pues debió
batallar duramente el puesto con otra gloria
nacional, Mario Osbén, mítico
arquero de la selección y múltiple
campeón nacional.
Al final, Rojas ganó la pulseada y se
quedó con el pórtico albo. Y es
en el cuadro popular donde no sólo confirmó
su gran capacidad, sino que además logro
sus dos únicos títulos: los de
1983 y de 1986. Y sus vuelos quedaron eternamente
grabados en la retina de los hinchas populares,
que lo convirtieron en su ídolo.
Por eso no fue de extrañar que también
se apropiara de custodiar el arco de la selección
nacional. A tal punto de ser uno de los pocos
indiscutidos que tuvo el combinado nacional
durante la década de los 80. Era abonado
permanente a cuanto partido oficial o amistoso
tuviera la “Roja”, llegando inclusive
a exhibir orgulloso en su brazo izquierdo la
cinta de capitán. Y es luciendo los colores
nacionales donde nos encontramos con sus tres
“obras cumbres”.
Primero, imborrable y eterno es el recuerdo
de su magnífica actuación en el
legendario estadio de Wembley en 1989, acallando
a los ochenta mil ingleses que vieron ese amistoso.
Fue lo más rescatable de una ratona
actuación chilena, que a no ser por la
portentosa performance de Rojas, hubiera sucumbido
estrepitosamente. Una a una controló
las embestidas británicas. De verdad,
un monólogo brillante, digno de Hollywood
o Broadway.
Su
segunda aparición estelar tuvo como escenario
el estadio mundialista de Córdoba, Argentina,
en el marco de la Copa América del año
1987, cuando golearon a los brasileños
4 a 0. Fue una rara mezcla de espectacularidad
con eficacia, que sustentó una victoria
histórica. Al recordarlo, se vuelven
a vivir cada una de las atajadas de esa memorable
noche. Cortó centros con elegancia, sacó
remates a los ángulos con una seguridad
increíble y ganó cada mano a mano
como si nada. Una verdadera clase magistral.
Sin dudas que fue un ganador, dueño
de una fuerte personalidad que de seguro le
ayudó a construir cada una de sus hazañas
y fue el cimiento perfecto de las cualidades
naturales para su puesto. Esas condiciones le
hicieron llegar a uno de los equipos más
grandes de Brasil: el poderoso Sao Paulo.
Seguramente es la gran actuación en
la Copa América del 87 la que lo catapulta
al fútbol brasileño. Cosa nada
despreciable porque si bien la importación
de jugadores es poco común, más
lo es la de arqueros.

Tuvo grandes actuaciones tanto en el campeonato
Paulista como en el Nacional. Su capacidad fue
reconocida en todo el país de la samba
y estuvo siempre entre los mejores.
Su obra culmine fue en aquel fatídico
septiembre de 1989, en otra catedral del fútbol:
el Maracaná de Río de Janeiro.
Nadie en su sano juicio puede olvidar esos primeros
45 minutos frente -de nuevo- a los pentacampeones.
Le tiraron bombas de todos lados y las resolvió
con una simpleza anormal. Voló de palo
a palo con una soltura y una naturalidad que
cualquier felino envidiaría. Lástima
lo del segundo tiempo…
Después de lo acontecido por la bengala,
fue contratado por Sao Paulo para entrenar a
sus jóvenes promesas del arco. No cualquiera
llega a trabajar allí y menos después
de lo que pasó. Pero su calidad como
guardameta supera largamente cualquier consideración.
Hay muchos testigos de quizás el mejor
arquero de la historia de Chile, seguramente
pasarán muchos años antes que
alguien logre siquiera igualarlo. Porque brilló
en una época donde había opulencia
en el puesto, no como hoy donde cuesta encontrar
un indiscutido del arco nacional. Pero por capacidad,
no por carencia.
Atrás quedaron sus grandes voladas y
el amargo recuerdo del Maracaná. Ojalá
que la historia sea benigna con él y
deje un espacio a lo que hizo bajo los tres
palos. Porque ahí fue bueno, de los mejores.
Uno de los pocos que puede decir que fue un
“gana partidos”.
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