“En el puente Juan Pablo II” de Sara Manríquez González.
Estoy aquí parada en medio del puente Juan Pablo II que cruza el río Bío Bío, en plena noche de Navidad, despeinada; mis pantalones negros tienen las rodillas con polvo del suelo y en mis manos sucias tengo lo que queda de la gata mecánica de mi caja de herramientas.
Es una noche fría, opacada por la niebla espesa que emana del río Bío Bío, después de varios días de intenso calor de diciembre. Mi auto lo tengo a mi espalda iluminándome con los focos; es lo único que me acompaña con el pestañeo de las luces rojas de alerta de estacionamiento. No hay ningún vehículo cerca, está todo tranquilo y muy solitario, excepto porque dejé atrás la comuna de San Pedro de la Paz y que frente a mi debieran estar las luces de Concepción, pero no veo nada de nada, sólo mi auto estacionado a un costado del puente.
Estoy tan asombrada y emocionada, que no atino a nada más que a volver a sentir lo ocurrido en los cuarenta minutos recién vividos. Y tengo que contarlo a alguien de alguna manera, pues en casa nadie me va a creer, absolutamente nadie, lo ocurrido.
Esta es una fecha muy familiar y algunos de mis hijos están con sus hijos y esposas; mi esposo está en el reino de Dios (así lo creo) hace años, así que en casa hoy me espera uno de mis hijos, nuestro arbolito iluminado, el teléfono que sonará sin parar por los saludos de familia y amigos, y yo acá todavía, a las 23:50 minutos, a punto de que suenen las campanas de la catedral de la plaza de Concepción.
Respiro el aire con un leve olor marino y cierro los ojos para recordar lo ocurrido, pues que a una mujer ya cincuentona y abuela le pasen cosas como mágicas, es raro. Pero algo ocurrió que alteró mi noche de Navidad y tal vez, todas mis futuras navidades. Venía conduciendo apurada mi pequeño Volkswagen escarabajo rojo de regreso a mi hogar un poco tarde, pues había estado en casa de mi mejor amiga ayudándola con los preparativos para su cena después que ella me acompañó con mis compras, cuando al llegar casi a la mitad del puente vi casi encima un vehículo estacionado de color verde luminoso, cuyo conductor estaba tratando desesperadamente de sostener con torpeza los triángulos de señalización de estacionamiento sobre el suelo, en la parte de atrás del vehículo. Lo vi y frené rápido, dándole la luz de los focos en la cara y haciendo brillar las líneas rojas de los triángulos. Se trataba de un señor mayor, grueso, con chaqueta también verde, con un sombrero que le cubría parte de la frente, que levantó su brazo derecho haciéndome un gesto de detención. Detuve mi vehículo y por la ventanilla entreabierta de mi puerta le grité:
- ¡¡ ¿Necesita ayuda?!!
El personaje se acercó a mí y vi en él una actitud de impaciencia.
- Si, necesito ayuda, pues se rompió uno de los neumáticos traseros, al parecer toqué un cable o algo con punta. Justo cuando estoy tan apurado.
En ése momento recordé que ya eran las 23:20 hrs y lo que menos quería era que me dieran las 12 de la noche en el puente, pero algo me impulsó a decirle:
- Está bien, veré en qué le puedo ayudar.
Me bajé a mirar su auto y me llamó la atención que era un modelo antiguo, grande, ancho, con un gran maletero en la parte de atrás, y que el color verde se conservaba muy bonito y limpio, al extremo que en la niebla se distinguía muy bien. Arriba del techo tenía amarrada la rueda de repuesto, así que entre los dos la bajamos y la colocamos sobre el suelo. A la rápida vi el asiento trasero lleno de paquetes de regalo de diferentes tamaños y supuse que su familia y sus nietos lo estaban esperando. Sentí nostalgia por unos segundos de mis propios nietos, pero pensé que mañana nos veríamos todos en casa.
Al parecer, el señor no tenía herramientas para este tipo de emergencias, por lo que saqué desde mi caja la gata mecánica manual y otras herramientas para subir el lado de la rueda dañada y proceder a soltarla. Coloqué la gata bajo el auto y comencé a mover la palanca para subir el vehículo, pero llegó a un tope en que no era capaz de levantarlo de tal forma que pudiese sacar la rueda para colocar el repuesto. El señor me miraba preocupado y me dijo dudoso:
- ¿Ha cambiado ruedas antes?
- Si, por supuesto, pero su auto pesa demasiado, podríamos sacar algo de carga para que suba rápido.
- ¡No, no se puede! Después me es difícil cerrar la tapa del maletero porque tiene la chapa dañada.
Además, tengo tantas cosas ordenadas adentro que al volver a colocarlas no van a quedar igual y mis ayudantes no viajan conmigo.
Por un momento pensé que este anciano estaría trasladando alguna mercadería pesada que debía entregar urgente, a lo mejor estaba contratado por alguna multitienda, no sé, algo así, y no sé qué me impulsó a pegarle fuerte con el pie a la palanca de la gata mecánica para forzarla a subir; pues lo hice…¡y se dañó la palanca cayendo estrepitosamente en el pavimento! Pero el auto subió lo suficiente como para cambiar la rueda, así que me hinqué en el piso y procedí a soltar tuercas y realizar el cambio, ensuciándome las manos sin importarme. Para bajar la gata ya fue menos complicado y sentí que al fin estaba listo para continuar su camino y yo el mío.
El señor se subió al vehículo encendiendo el motor, que con un rugido despidió una nube negra por el tubo de escape, luego se calmó a un suave ronroneo; el señor bajó y se acercó a mí, entonces pude ver de cerca su sombrero de fieltro verde con bordados de lentejuelas rojas, que le daban un brillo especial, y vi claramente la sonrisa reflejada en sus ojos azules.
- Para ser mujer es muy buena cambiando ruedas, ¡je, je! Le agradezco su ayuda, sin Ud y sin la rueda en buenas condiciones no podría seguir viaje.
Mientras hablaba me saqué la chaqueta, pues sentía mucho calor a pesar de la niebla y él se rió bonachonamente.
- ¡Está haciendo calor y eso que vengo preparado! Bueno, de nuevo gracias y que llegue Ud bien a su casa.
Me extendió su mano grande y de apretar suave, alejándose y entrando al vehículo al que aceleró sin partir. Entonces, por el tubo de escape salió una nube tremenda de estrellitas muy brillantes de colores que llenaron todo el ancho del puente y se esparcieron a través de la niebla hacia el cielo. El color verde metálico del auto se hizo más brillante y comenzó suavemente a levantarse del suelo. Yo miraba con la boca abierta sin poder creer lo que veía y sentí las piernas blandas. Asomándose a la ventana del conductor, el señor me gritó:
- ¡No se preocupe, es un vehículo mágico y yo tengo por trabajo hacer realidad los sueños de Navidad! ¡¡ Adiós señora y feliz Navidad!!
Me afirmé en la baranda del puente y lo vi elevarse rápido por sobre la niebla y desaparecer en medio de una nube de las brillantes estrellitas que por millares quedaron flotando unos minutos sobre el puente. Sentí mis ojos llenos de lágrimas, coloqué los restos de las piezas de la gata mecánica en el asiento de atrás, ya vería cómo arreglarla, y subí a mi auto manejando con calma hacia la catedral de la plaza para alcanzar al final de la misa, pensando preocupada que no alcancé esa tarde a comprar el pan de Pascua para los mendigos que siempre están en la entrada.
Mientras esperaba el cambio de luces del semáforo de calle San Martín con Lincoyan, miré por el espejo el asiento de atrás y vi con estupor que estaba lleno de paquetes de panes de Pascua con brillantes cintas verdes y el agradable olor comenzó a llenar todo el espacio.
Entonces entendí quién era ese señor del puente que hizo realidad mi sencillo sueño de entregarles un sabroso pan de Pascua a los mendigos de Concepción en Navidad, para compartir con ellos, de algún modo, esta especial celebración. ¡Gracias, Viejito Pascuero, o Papá Noel, o Amigo Secreto, o como quieran decirle! ¡Feliz Navidad!