También yo he rodado lo mío; una vez he estado en
Damasco y seis veces en Jerusalén. Pero no reuerdo un prodigio
como éste, nunca me he sentido tan feliz como esta noche.
Esa joven que inclina su rostro bellísimo y pálido
sobre el fruto de su sangre, caso me hace llorar por no sé
qué nueva ternura. Y ese hombre anciano que contempla a la
mujer y al niño como si estuviera arrebatado a la felicidad
por un sueño. Y esos pastores que tienen la cara más
enrojecida por la alegría que por el reflejo de las llamas.
Y esa criatura dulcísima tendida en el pesebre, que contempla
a todos como su quisiera atraerlos, como si los quisiera consumir
con su corazón.
Ése
no es hijo de un hombre. He oído decir a los pastores que
les fue anunciado el nacimiento de un Dios. Cuanto más lo
miro, más me parece verdad. Los hombres no tienen esos ojos,
no exhalan ese fulgor.
¡Y
pensar que yo le he visto nacer, yo, pobre bestia de carga, despreciado
por todos! ¿Por qué misterio ha querido iniciar su
vida aquí, en este pedazo destartalado, destinado a nuestros
morros hambrientos?
¿Por
qué arcana razón soy digno de ser espectador de un
portento tan increíble: el nacimiento de un Dios?
Soy el último de los animales de la tierra, soy un pobre
saco de piel llagada y de huesos molidos; pero no me eches, Niño;
permíteme también a mí amar a Aquél
que un día quiso crear hasta mí.
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