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El
duro sermón de un católico radical: La pasión de
GibsonTrascendiendo el plano cinematográfico, la nueva interpretación hollywoodense del Vía Crucis ha llevado la controversia más allá de los límites de la pantalla grande. Los dogmas católicos, la interpretación de los evangelios y el viejo debate sobre los responsables de la muerte de Jesús son sólo algunas de las discusiones resucitadas por "La Pasión de Cristo". Desde distintos enfoques, ocho comentarios del filme de Mel Gibson. Rodrigo Cea Desde los comienzos del cine, la figura de Jesús de Nazaret ha sido fuente de inspiración para decenas de directores. Pero hasta ahora, ni Pasolini, Zeffirelli o Scorsese habían puesto tanto énfasis en la crueldad, violencia y brutalidad como Mel Gibson en su versión de la Pasión. "Se parece a una pintura de Jackson Pollock explotando dentro de una catedral", con esas palabras la definió Nigel Andrews, en su crítica del Financial Times de Londres. Hasta ahora, quizás, uno de los comentarios más asertivos en medio de la gran polvareda levantada por La Pasión de Cristo. Corriendo sobre un guión apegado a los Evangelios, la película narra las últimas 12 horas -flashbacks de por medio- de la vida de Jesucristo, brindando una perspectiva hasta ahora inédita en su categoría; y es que en más de un par de escenas hace recordar al más sangriento Quentin Tarantino. El génesis de la cinta se remonta a doce años atrás cuando después de un período de "crisis espiritual", según palabras del propio Gibson, comenzó a interesarse en las escrituras bíblicas y en especial en los sucesos alrededor de la Pasión. El resultado, 2 horas y 6 minutos que no escatiman en laceraciones sangrientas y primeros planos de carne desgarrada, fruto de una devoción religiosa indesmentible del director. Justamente, por aquel pasado descarriado de los dogmas, es que hoy muchos aseguran que La Pasión de Cristo es para el taquillero actor de 48 años una herramienta de redención personal. Así, con la mira apuntando en la confortable religiosidad cristiana estadounidense, desde hace largo rato alejada de los aspectos más rigurosos de la religión, el protagonista de Arma Mortal y Corazón Valiente buscaría expiar sus pecados de antaño. Mientras tanto, en las salas, la penitente visión religiosa de Gibson -director, productor, coguionista y financista del filme- genera millones de dólares y evangeliza a toda una generación. De paso, pone a prueba la tolerancia de cada uno con la catolicidad radical de un predicador que tiene el poder de evangelizar a las masas. Roberto Feldmann (Rabino Congregación Yakar. Profesor Teología PUC) El mensaje de Jesús tiene el potencial de conmover a cualquier ser humano, y su Pasión es uno de los más profundos y centrales legados de fe de la humanidad toda. Mel Gibson la vacía de intimidad y trascendencia en un jamón oscurantista y vulgar, colmado de sangre, jadeos y temblores, de sobreactuados lugares comunes en mal arameo con acento norteamericano: un primitivo abarrote de morbo repetitivo y hueco. También soy judío y rabino: Jesús y toda su cultura quinta-esencialmente judía me resulta familiar. Jesús nació, vivió, amó, rezó, enseñó y murió como el judío que fue. Lleva su alma judía tan inherentemente, que en el terrible momento límite - crucificado en la cruz romana- le brotan sólo oraciones judías. Así de natural, así de diáfano. A María, apóstoles, discípulos o María Magdalena, Gibson les borronea su identidad judía. A los rabíes del Sanedrín, a quienes demoniza hasta la náusea, los enfoca como "los judíos": los pasea como shylocks por toda su cinta pidiendo la crucifixión a gritos, y los culpa de ella exclusiva y explícitamente, como en el peor oscurantismo medieval. En contrapartida, el absolver a Pilato - Mr. & Mrs.- por sensible, conmovido y azuzado por estos "los judíos", delata el antisemitismo de Gibson de modo definitivo. El suyo es antisemitismo del clásico, el mismo que Nostra Aetate y el Papa Juan XXIII ya denunciaron hace cuarenta años, y por el que el Papa Juan Pablo II pidió perdón. Así, a través de dos mil años de cultivo de su proteico veneno, el odio al pueblo judío llegó desde los padres de la Iglesia, por un largo y oscuro recorrido, hasta Gibson, quien lo propaga con una manipulación que no merece otra calificación que perversa. Sartre concluye que el antisemitismo es una pasión. Qué coincidencia. Hoy sigue venenosa e irracional como siempre. Gibson mezcla la de Cristo, con su propia pasión antisemita preconciliar: vuelta a la difamación y el odio. Las consecuencias son invariablemente trágicas. Por desparramar su judeofobia oscurantista, escondiéndose detrás de la Pasión de Cristo; por la crucifixión mediática masiva del pueblo judío que Gibson comete, es preciso rechazar éste y todo antisemitismo, desenmascararlo de cualquier excusa, y confrontarlo para vivir en amor verdadero. Y así, en una pequeña variación a Jesús, decirle a Mel Gibson: "Padre, perdónalo, porque sí sabe lo que hace". Roberto Brodsky (Escritor) El guión es bastante conocido: después de haber recorrido el desierto, realizado algunos milagros y soltado algunas profecías, a los 33 años un hombre pierde la razón y, creyéndose el elegido de Dios, se entrega en acto de sacrificio para fundar una nueva religión. Es la fe de Jesús. Muy probablemente más de alguien se sentirá insultado por la forma de describir a quien nuestra cultura considera su Redentor. Y sin embargo la Pasión de Cristo, o más bien la Pasión de Gibson, no deja muchas alternativas para un amante del cine: todo comienza en un escenario de conspiración y licantropía, con gentes que ladran a la noche en un idioma incomprensible, tienen asaltos místicos mientras observan el cielo torrentoso y se dan instrucciones y órdenes en una suerte de complot sin antagonistas. El realismo de las primeras imágenes en esta atmósfera sombría y rigurosa queda pulverizado en la escena siguiente, cuando una figura andrógina, que representa el pecado o la tentación o la ambigüedad del placer o todas estas cosas a la vez, se instala delante del protagonista y por debajo del vestido/sotana hace aparecer una serpiente que se desliza hacia Jesús, que por cierto la aplasta sin contemplaciones. No hay lógica dramática aquí ni en ninguna de las escenas siguientes: solamente el sincero impulso de contar cómo fueron las cosas en realidad hace dos mil años atrás, extremando los recursos de la producción para dar verosimilitud y dotar del máximo realismo a la tortura, el dolor, la crueldad y la locura santificadas. De esta forma, si el guión adolece de falta de coherencia, Gibson suple esta debilidad con sangre. Más aun, la flagelación de Jesús es paroxística en su goce culpable, y parece una escatología autoexplicativa de las intenciones del director, que abusó del maquillaje para extremar el compromiso con su protagonista. Sí, efectivamente: la Pasión de Gibson es una película para convencidos, una película educacional, donde Herodes es gay, Satanás un travesti, Pilato un guapo de las pasarelas de Milán y Barrabás un borracho de la Sierra Maestra. Lamentable, porque quedé fuera como espectador, y a partir de ese mismo momento los elementos secundarios distrajeron mi atención: noté un romanticismo exagerado en los decorados, una suave invitación a sumergirse en la oscura irracionalidad de los personajes, y luego estaba el problema de las narices, claro: la de Jesús siempre recta, firme como una estaca que nace de su frente y apunta hacia la certeza, lo inequívoco, mientras que las narices de los judíos son gordas, feas, grasosas, escandalosamente deformes, y las de los romanos, bueno: más bien discretas, normales. Es la película de las narices. La Pasión de Gibson son las narices. No es tan extraño: finalmente, el tema de la película es la intolerancia. P. Eduardo Huerta (Profesor de Sagrada Escritura, PUC) La película comienza con la citación del profeta Isaías 53, aludiendo a los escarnios y padecimientos del Siervo de Yahveh. Estas palabras nos introducen rápidamente en la Pasión de Jesús que pasa a la pantalla con un realismo extremo tal que no encontramos en los relatos evangélicos, generalmente sobrios a la hora de dar detalles sobre los castigos infligidos a Jesús y su crucifixión. La película pareciera responder a ese vacío de información. Recordemos que los evangelios no son propiamente biografías de Jesús ni crónicas desinteresadas de los acontecimientos, sino más bien confesiones de fe hechas por diversas comunidades cristianas a la luz de la Pascua, a una distancia notable de tiempo respecto de los hechos, y que llevan la marca de los condicionamientos culturales que las vieron nacer. Si esto vale para los informes evangélicos, tanto más se aplica a esta película que representa una síntesis de los datos más relevantes de aquéllos, sin la pretensión de ser la única lectura posible de las últimas 12 horas de la vida terrena del Señor. Son fácilmente detectables los elementos sacados de cada uno de los evangelios, si bien el de Juan, escrito a finales del siglo I, sea el más utilizado. Resultan llamativas las escenas creadas por el autor, las cuales, si bien no tienen un asiento en el relato canónico, subrayan el sentido profundo del hecho representado. Así, el diálogo entre María y la Magdalena sobre la noche de Pésaj hace presente la tipología pascual que recorre de hecho el entero cuarto evangelio; la fusión de imágenes de la cena con la crucifixión le da a aquélla el carácter de preanuncio; la derrota de Satanás representado en la serpiente es un motivo típicamente bíblico; igualmente de gran efecto es la lágrima del Padre que cae sobre el Gólgota ante la muerte del Hijo asesinado. En tanto, en medio de un ambiente generalmente brutal y sangriento, la presencia masiva de María aporta humanidad y ternura. El triunfo de Cristo es diseñado sabiamente: una tumba abierta, un sudario vacío y un hombre nuevo que sale caminando, llevando las llagas como trofeos de victoria. Ahora el resucitado puede hablar con las palabras del espíritu del Apocalipsis: "He aquí que hago nuevas todas las cosas" (Ap. 21,5). Gerardo Vidal (Decano de la Facultad de Humanidades U. Adolfo Ibáñez) "La Pasión de Cristo" es una película digna de verse. Y no sólo porque combine magistralmente el apego riguroso al relato evangélico y a los datos de la historia. Aun más que eso, la película tiene el mérito extraordinario de situar al espectador, y especialmente al creyente, ante el evento histórico capital de la fe cristiana: el sufrimiento redentor de Dios hecho hombre. Tal vez el mérito más notable de la película sea su capacidad para reflejar la doble naturaleza de Cristo, la humana y la divina, dando cuerpo a la más profunda de las convicciones cristianas sobre la persona del Salvador: "El Verbo se hizo carne" (Juan 1, 14). A partir de esta dualidad, la película instaura una doble narración. La humanidad del Salvador aparece constantemente en el drama de la pasión; en el terror y la debilidad que lo invade en el Huerto de los Olivos, en la relación íntima de Cristo con la Virgen María (maravillosamente descrita), en la traición, el desprecio y el odio al que se ve sometido. Pero la película no trata de un ajusticiado anónimo. Quien muere es también Dios. Y así lo presenta la película. Su muerte posee un significado salvífico. Sobre el monte Calvario, Cristo ofrece su vida, tal como horas antes ha ofrecido su cuerpo y su sangre para el perdón de los pecados, al instituir la Eucaristía. De ahí el continuo trato con su Padre, a quien dirige las últimas palabras antes de expirar: "Todo se ha cumplido". Y esta duplicidad confiere a la película un valor universal. No se trata sólo del drama particular de un judío injustamente condenado hace 20 siglos. Se trata del drama de la humanidad entera. Giuseppina Grammatico (Directora del Centro de Estudios Clásicos de la UMCE) "¿Quid est veritas?" ¿Qué es la verdad? La pregunta de Pilato a Jesús, que éste aparentemente no contesta, es quizás una clave para la interpretación del filme de Gibson que nos devela, con fiel apego a los textos evangélicos, toda la verdad humana y toda la verdad divina presentes en la figura de Jesús, el Dios-hombre, el hombre-Dios, la Palabra hecha carne y sangre que permanecerá entre nosotros hasta el fin del mundo. Jesús deja sin contestar también otra pregunta de Pilato: "¿Unde es tu?" ¿De dónde eres? Ésta también está ligada a la verdad, porque Él viene del Padre: el Padre es la Verdad y el Hijo es la Palabra que la celebra y devela. En ambos casos su silencio es más que elocuente. Yo no había penetrado hasta ahora, del todo, en el misterio de esa Palabra Viva. Me había acercado a ella racionalmente, idealizándola, abstrayéndola, utilizando los instrumentos del pensar. Pero "el Verbo se hizo carne", habitó nuestro mundo, amó y sufrió como nunca nadie ha amado y sufrido. El ejercicio intelectual es, por ende, insuficiente. El filme me ha puesto "físicamente" ante esta realidad. Todo el mal, secreto o manifiesto, presente en el mundo y dentro del corazón de los hombres, está allí, cargado por la frágil y a la vez férrea figura de Cristo. Y la insistencia casi obsesiva de las escenas del largo camino hacia el Gólgota no es sino la severa amonestación a que tomemos conciencia de ese mal y asumamos nosotros también nuestra responsabilidad; a que no cedamos a la tentación de desviar la mirada, de resignarnos a nuestra impotencia, de aceptar que se haga para nosotros espectáculo y rutina. Sólo si lo sentimos como aguijón vivo y punzante, encontraremos la fuerza de luchar contra él. Jesús se ha vestido de nuestra humanidad. La angustia de la carne es en Él, a la vez, angustia del espíritu. Sobre ambas triunfa. En torno a Él, rabinos y soldados, judíos y romanos, representando a todos los hombres, hacen gala de obtusidad y dureza de corazón. No creen en esa Verdad, no se rinden ante su mostración. Ella los desborda. El mal aletea alrededor de ellos, de nosotros, tendiendo sus redes en las cuales nos hallamos atrapados sin salida. En cada período de la historia emerge en formas siempre diversas y ambiguas, ahora cautivantes, ahora aterradoras; nos hace blanco de sus muecas, desafiándonos, esclavizándonos. Antonio Delfau (S.J. Director revista Mensaje) No dejemos de ver La Pasión de Cristo de Mel Gibson pues, a pesar de sus limitaciones teológicas y cinematográficas, nos ayudará a acercarnos un poco más a Dios. Gibson representa con extrema crudeza y violencia la suerte del Hijo de Dios entregada a nuestras manos. Dios se pone en nuestras manos sin recurrir a su poder ni responder al mal (salvo en la desafortunada escena del cuervo). Cristo sólo puede hacer el bien y por eso se vuelve impotente frente a la maldad. Vemos a Jesús que, por propia decisión, queda librado a la traición de Judas, a la parodia de juicio de las autoridades judías, a la negación de Pedro. En fin, a la condena de Pilato que, sabiéndolo inocente, para evitarse problemas lo entrega a una soldadesca cruel y despiadada que lo azota brutalmente y lo crucifica. En esta recreación de las últimas doce horas de Jesucristo, reconocemos elementos de los cuatro Evangelios, del Vía Crucis, del Siervo sufriente de Isaías. También, escenas inspiradas en las visiones de la mística Catalina Emmerich, como aquella de María enjugando el reguero de sangre que deja Jesús en el lugar de su flagelación. Esta versión de la Pasión, a pesar de sus contradicciones, permite adentrarse en el misterio de un Dios impotente ante la crucifixión de su Hijo. Las legiones de ángeles no intervienen. La protesta cósmica sólo se dará después de la muerte de Cristo. ¿Cómo es posible que el Justo corra la suerte de los malhechores y quede librado a los hombres? Es Dios que se pone en nuestras manos, se fía, no limita la libertad del hombre. El filme nos aleja de la imagen de un Dios intervencionista, que decide todo lo que pasa. Dios parece ausente y a la vez compartiendo nuestra suerte. Para participar de la vida divina debemos conocer, seguir, amar e imitar al "Hombre" por antonomasia, a la plenitud de la humanidad que es Cristo, pues su humanidad nos diviniza y nos muestra el verdadero rostro de Dios. Ojalá que esta película nos impulse a buscar respuestas a las preguntas que deja y suscite deseos de conocer más al Señor y las causas de su muerte. La película nos puede ayudar a rezar, dialogar y profundizar nuestra fe. León Cohen (Psiquiatra) Un ciudadano sin fe en Dios, por ejemplo en el Dios cristiano, es testigo de la siguiente escena: un hombre vestido con los signos del poder golpea salvajemente a otro hombre, colocado, sin salida y por ley, en el lugar del sometimiento y de la impotencia. Alrededor del castigo se mezclan la complacencia y la excitación de unos y el dolor y la angustia de otros. Lleno de tensión y encerrado en sí mismo, nuestro ciudadano se alivia pensando en la necesidad de aplicar la pena hacia el que la autoridad intocable ha calificado de transgresor y dañino para el orden y la sobrevivencia de la sociedad. Otro ciudadano con fe en Dios, el Dios católico, se encuentra también allí y ve algo totalmente diferente: Dios es grotescamente torturado por anunciar su llegada al mundo por quienes niegan, en su maldad, la evidente y milagrosa buena nueva. Ve a Dios en el cuerpo abrumadoramente lacerado de un hermoso joven que clama su amor con la voz del elegido y sus dudas con la voz de un hombre mortal. Entretanto advierte al fantasma del mal, flotar, en su figura de mujer, como buitre esperando a su presa. Hacia el final, luego de una muerte que convulsiona a la naturaleza, puede ver a ese joven erguirse desnudo desde la muerte hacia el lugar donde nadie puede acompañarlo. Lo que ha quedado sobre el calvario es la carne adolorida y la sangre rescatada en el mismo cuerpo de nuestro ciudadano, como memoria orgánica de un sacrificio que tejerá sus sentimientos de culpa y de preocupación por el prójimo, por los tiempos de los tiempos. Un poco más atrás otro ciudadano, con fe en un Dios pleno que compone todo, desde la gravedad hasta el bien y el mal, contempla la tragedia de judíos y romanos, como seres sin libertad y dominados por la pasión. Unos judíos se sienten amenazados por otro judío. Algunos quieren matarlo, otros quieren ayudarlo, hay judíos que lo aman con una devoción que llena el universo. Unos romanos lo admiran, otros quieren despedazarlo con un sadismo grotesco. Él mismo es un judío que se siente elegido, el hijo de Dios, y también un niño asustado y confundido que busca a su madre, esa judía de ojos profundos y conmovedores. La mirada de nuestro ciudadano contempla ese Dios que deja ver sus actos y determinaciones en el tejido de rabinos y discípulos, de soldados y elegidos, todos ellos llevados por la misma pasión, navegando por el mal y el bien, hacia la terrible comprensión que no saben lo que hacen ni lo que acaban de hacer, y, aun más, que no pueden dejar de hacerlo. Julio Retamal (Director Académico de Humanidades de la U. Adolfo Ibáñez) Es ésta una película extraordinaria. No sólo del punto de vista del contenido, sino también de la ambientación. En efecto, sigue casi al pie de la letra los Evangelios - única fuente detallada de los hechos- , con algunas licencias menores. A la vez, se atiene a las mejores representaciones de vestuario, mobiliario, construcciones y ambiente callejero de la época. Pero también en materia de fotografía, luz, música y contexto general se logra una atmósfera especial de respeto, sacralidad y misterio inigualada en otras películas sobre el tema. Las actuaciones son muy adecuadas a los personajes, sobre todo la de quien encarna al Cristo. En cuanto a la dirección del propio Mel Gibson, refleja claramente lo profundo y lo sentido que el asunto es para él y el deseo que su obra traspase la barrera de lo simplemente fílmico o anecdótico y penetre en la profundidad del alma del espectador. De ahí tal vez la violencia - a ratos insoportable- que trasunta el film y la pulcritud y exactitud de su contenido. La razón de ello reside en que es una película religiosa, y aborda la religión desde el punto de vista de la fe. No se trata de una reconstrucción arqueológica o de un espectáculo circense para impresionar a las masas. Se trata de un testimonio de la creencia del director y es por eso que conmueve profundamente, en mi caso hasta las lágrimas, más de una vez. Esta misma razón hizo que se suavizaran algunas partes, como la terrible frase de los judíos cuando exigen la crucifixión: "Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos". Tampoco sale la imagen impresa en el paño de la Verónica o el velo del templo rasgándose en el momento de la muerte de Jesús. La película no necesita, por así decirlo, de subrayados. En cambio, la imagen de Pilato resulta la más trágica ya que está convencido de la inocencia de Jesús, pero debe crucificarlo para evitar un eventual alzamiento popular, frecuentes en la zona. Gibson muestra a la mujer de Pilato como el factor más influyente en él. Ella y la Virgen María muestran toda la compasión y el dolor frente a la brutalidad de los hombres. Por todo lo cual me parece que no caben en esta película discusiones acerca de antisemitismo, antirromanidad o procatolicismo. La intención fue retratar sólo el hecho religioso de la más alta significación para buena parte de la humanidad y me parece que se logró. Pero a condición de que lo veamos con los ojos de la fe o al menos de la curiosidad religiosa, y de esa forma, entregándose al relato, conmoverá profundamente. Después, ya fuera de la sala de proyección, vale la pena discutir acerca de la personalidad del Señor, de los méritos o deméritos de la filmación y de nuestra creencia en su veracidad. Fuente: Artes y Letras, Domingo 21 de Marzo de 2004 |