Vittorio
Messori fue uno de los pocos periodistas europeos que antes de su estreno
vieron la última producción cinematográfica de
Mel Gibson. En este artículo relata la impresión que le
produjo la película que antes de ser estrenada ya fue motivo
de fuerte polémica. Ahora, lo es más.
Vittorio
Messori. “La Razón" de España
En la salita sin sonido, la luz se vuelve a encender después
de dos horas y seis minutos. Éramos apenas una decena, de muchos
países, conscientes de nuestro privilegio: por invitación
de Mel Gibson y del productor Steve Mc Eveety, fuimos los primeros en
Europa en ver la cinta recién llegada de Los Angeles. La misma
que el miércoles 25 se estrenó en dos mil salas americanas,
en 500 inglesas, en otras tantas australianas, la misma que ha llevado
al colapso a todos los sitios de internet y que en la primera semana
recuperará los 30 millones de dólares de costo de la producción.
Ni siquiera el Papa había visto más que una versión
provisional, a la que le faltaba, entre otras cosas, parte de la banda
sonora. Pero sí, esa tarde fuimos los primeros (los españoles
la verán el 2 de abril y los italianos tendrán que esperar
hasta el día 7, Viernes de Dolores).
Llorando en silencio.
Cuando terminan de pasar los títulos de crédito, donde
los nombres americanos se alternan con los italianos, donde los agradecimientos
al ayuntamiento de Matera se alinean junto al nombre de teólogos
y especialistas en lenguas antiguas; cuando el técnico le da
al interruptor que enciende las luces, la salita sigue en silencio.
Dos mujeres lloran, silenciosamente; el monseñor en clergyman
que tengo a mi lado está palidísimo, con los ojos cerrados;
el joven secretario atormenta nervioso un rosario; un tímido,
solitario comienzo de aplauso se apaga enseguida, avergonzado. Durante
larguísimos minutos nadie se levanta, nadie se mueve, nadie habla.
Así que lo que nos anunciaban era cierto: "The Passion of
The Christ" nos ha golpeado; el efecto que Gibson pretendía
se ha realizado en nosotros. Yo sigo desconcertado y mudo: durante años
he pasado por la criba, una por una, las palabras del griego con las
que los evangelistas narran aquellos hechos; ninguna minucia histórica
de aquellas horas en Jerusalén me es desconocida, he estudiado
un libro de 400 páginas que tampoco Gibson ha ignorado. Lo sé
todo. O mejor, ahora descubro que creía que sabía: todo
cambia si aquellas palabras se traducen en imágenes que logran
transformarlas en carne y sangre, en arañazos de amor y de odio.
Mel lo ha dicho con orgullo y humildad a la vez, con un pragmatismo
mezclado con misticismo que hace de él una mixtura singular:
"Si esta obra falla, durante 50 años no habrá futuro
para el cine religioso. En esta película hemos echado el resto:
todo el dinero que hacía falta, prestigio, tiempo, rigor, el
carisma de grandes actores, la ciencia de los eruditos, la inspiración
de los místicos, experiencia, técnica de vanguardia y,
sobre todo, nuestra certeza de que valía la pena, de que lo que
ocurrió en aquellas horas incumbe a cada hombre. Con este hebreo
tendremos que vérnoslas todos después de la muerte. Si
no lo logramos nosotros, ¿quién podrá hacerlo?
Pero lo conseguiremos, estoy seguro: nuestro trabajo ha estado acompañado
de demasiados signos que me lo confirman".
En efecto, en el set ha ocurrido más de lo que se sabe, y muchas
cosas quedarán en el secreto de las conciencias: conversiones,
liberaciones de las drogas, reconciliaciones entre enemigos, abandono
de lazos adúlteros, apariciones de personajes misteriosos, explosiones
de energía extraordinarias, extras que se arrodillaban al paso
del extraordinario Caviezel-Jesús, hasta dos relámpagos,
uno de los cuales alcanzó la cruz, y que no han herido a nadie.
Y después, casualidades leídas como signos: la Virgen
con el rostro de la actriz judía de nombre Morgenstern, que -
se dieron cuenta después- es, en alemán, la "Estrella
de la mañana" de la letanía del Rosario.
Comprender con el corazón
Gibson se ha acordado de la advertencia del Beato Angélico: "Para
pintar a Cristo, hace falta vivir con Cristo". El ambiente en la
ciudad de Matera y en los estudios de Cinecittà parece haber
sido aquel de las sagradas representaciones medievales, de las procesiones
de flagelantes en peregrinación. Un carro de Tespis del siglo
XIV, para el que, cada tarde, un sacerdote con sotana negra de larga
fila de botones celebraba una misa en latín, según el
ritual de San Pío V. Aquí está la razón
verdadera de la decisión de hacer hablar a los judíos
en su propia lengua popular, el arameo, y a los romanos en un latín
vulgar, de militares, que nos hiere el oído a los viejos alumnos
del liceo, acostumbrados a los refinamientos ciceronianos.
Gibson, católico, amante de la tradición, es un acérrimo
seguidor de la doctrina afirmada en el Concilio de Trento: la Misa es
sobre todo sacrificio de Jesús, renovación incruenta de
la Pasión. Esto es lo que importa, no el "comprender las
palabras". El valor redentor de los actos y de los gestos que tienen
su cumbre en el Calvario no necesita de expresiones que todo el mundo
pueda comprender. Esta película, para su autor, es una Misa:
hágase, por tanto, en una lengua oscura, como lo ha sido durante
tantos siglos. Si la mente no comprende, mejor. Lo que importa es que
el corazón entienda que todo lo que sucedió nos redime
del pecado y nos abre las puertas de la salvación, como recuerda
la profecía de Isaías que se presenta como prólogo
a toda la película.
El prodigio, por tanto, me parece que se ha realizado: pasado un rato,
se abandona la lectura de los subtítulos para entrar, sin distracciones,
en las escenas - terribles y maravillosas- que se bastan a sí
mismas.
En el plano técnico, el film, es de una altísima calidad.
Pasolini, Rossellini, el propio Zeffirelli, quedan reducidos a parientes
pobres y arcaicos: en Gibson hay una luz sabia, una fotografía
magistral, un vestuario extraordinario, escenografías desoladas
y, cuando es necesario, suntuosas; un maquillaje de increíble
eficacia, unos grandes profesionales, vigilados por un director que
es también un ilustre colega. Y, sobre todo, unos efectos especiales
tan apabullantes que, como nos decía Enzo Sisti, el productor
ejecutivo, quedarán en secreto, confirmando el enigma de la obra,
donde la técnica quiere estar al servicio de la fe. Una fe en
su versión más católica - con el beneplácito
del Papa y de tantos cardenales, incluido Ratzinger- de la que "La
Pasión" es un manifiesto lleno de símbolos, que sólo
un ojo competente es capaz de discernir del todo. Haría falta
un libro (dos, de hecho, están en preparación) para ayudar
al espectador a comprender.
En síntesis, la "catolicidad" radical de la película
reside sobre todo en el rechazo de cualquier desmitificación,
en tomar los Evangelios como crónicas precisas: las cosas, se
nos dice, fueron así, como las Escrituras lo describen. El catolicismo
está en el reconocimiento de la divinidad de Jesús que
convive con su plena humanidad. Una divinidad que irrumpe en la sobrehumana
capacidad de aquel cuerpo de sufrir una cantidad de dolor como nadie
ha sufrido antes ni después, en expiación de todo el pecado
del mundo.
Una "catolicidad" radical (que, preveo, pondrá en dificultades
a algunas iglesias protestantes, ya generosamente movilizadas para alentar
la distribución) también en el aspecto "eucarístico",
reafirmado en su materialidad: la sangre de la Pasión está
siempre unida al vino de la Misa y la carne martirizada, al pan consagrado.
Y está también en el tono fuertemente mariano: la Madre
y el Diablo (que es mujer, o quizá andrógino) son omnipresentes,
la una con su dolor silencioso; el otro - o la otra- con su complacencia
maligna. De Anna Caterina Emmerich, la vidente estigmatizada, Gibson
ha tomado intuiciones extraordinarias: Claudia Prócula, la mujer
de Pilatos, que ofrece, llorando, a María los paños para
recoger la sangre de su Hijo, está entre las escenas de mayor
delicadeza del filme, que, más que violento, es brutal. Como
brutal fue, recuerdo, la Pasión. Si al martirio se dedican dos
horas, dos minutos bastan para recordar que no fue aquella la última
palabra: del Viernes Santo, a la Resurrección, que Gibson ha
resuelto acogiendo una lectura de las palabras de San Juan, que también
yo propuse. Un "vaciamiento" del sudario, dejando un signo
suficiente para "ver y creer" que el reo ha triunfado sobre
la muerte.
¿Antisemitismo?
¿Antisemitismo o antijudaísmo? No bromeemos con palabras
demasiado serias. Vista la película, creo que tienen razón
los judíos americanos que amonestan a sus correligionarios a
no condenar la película antes de verla. Queda clarísimo
que lo que pesa sobre Cristo y lo reduce a aquel estado no es la culpa
de éste o de aquél, sino el pecado de todos los hombres,
sin excluir a ninguno. A la obstinación de Caifás en pedir
la crucifixión (aquel saduceo colaboracionista que no representaba
al pueblo judío: el Talmud tiene para él y su suegro palabras
terribles) hace abundante contrapeso el sadismo inaudito de los verdugos
romanos; a las vilezas políticas de Pilatos, se opone el coraje
del miembro del Sanedrín - episodio añadido por el director-
que se enfrenta al Sumo Sacerdote gritándole que aquel proceso
es ilegal. ¿Y no es acaso judío el Juan que sostiene a
la Madre, no es judía la piadosa Verónica, no es judío
el impetuoso Simón de Cirene, no son judías las mujeres
de Jerusalén que gritan su desesperación, no es judío
Pedro, que, perdonado, morirá por el Maestro?
Al comienzo de la película, antes de que el drama se desencadene,
la Magdalena pregunta, angustiada, a la Virgen: "¿Por qué
esta noche es tan diferente a cualquier otra?". "Porque -
responde María- todos los hombres son esclavos, y ahora ya no
lo serán más". Todos, pero absolutamente todos. Sean
"judíos o gentiles".
Esta obra, dice Gibson, amargado por las agresiones, quiere reproponer
el mensaje de un Dios que es Amor. ¿Y qué Amor sería
este si excluyese a alguien?
Fuente:
Reportajes El Mercurio, Domingo, 29 de Febrero de 2004