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Domingo de resurrección: Las huellas del resucitado

Jesús murió en la cruz como un “charlatán”. Se rieron de él: “si eres Hijo de Dios, baja ahora mismo”. A la vista de los que lo crucificaron Jesús prometió y no cumplió. Lo que estos no entendieron, y de momento sus discípulos tampoco, es que Jesús habló de una realidad que escapa a las verificaciones corrientes. Jesús habló y actuó como si Dios fuera el más amoroso de los padres. Algo para nada evidente. La vida humana da para pensar que a Dios le importan un bledo nuestros sufrimientos. Creer que Dios es bueno, que no quiere que suframos y que no necesita asustarnos para salvarnos, equivale a creer en algo tan difícil como que Cristo resucitó.

Y resucitó. Pero, ¿cómo creerlo? Nadie puede decirnos que vio cuando Jesús resucitó. Los evangelios nos hablan de los que vieron las vendas en la tumba, de encuentros bastante raros con el resucitado, pero no hay ninguna crónica del momento en que Cristo pasó de la muerte a la vida. Es decir, hemos llegado a saber que él vive de un modo indirecto, a través de las huellas que quedaron en las personas que creyeron, que se convirtieron y que vivieron como Jesús vivió, confiados en el amor de un Dios que verdaderamente era el mejor de los padres.

También hoy sabemos indirectamente de la resurrección. Indirectamente, digo. Son las personas a las que su fe en Jesús les ha cambiado la vida las que “traspiran” al resucitado. ¡Perdón por la expresión! La resurrección no es obvia. No son tontos los que no reconocen que Cristo resucitó. No estamos para engaños. Estamos cansados de cuentos. Si la resurrección parece inverosímil, solo creeremos a los “crucificados” que llegaron a creer en ella, a los que se sintieron abandonados de Dios, pero que Dios no abandonó.

De aquí que los allegados compararán la vida eterna con la casa propia; las víctimas de la injusticia con un juicio final; los campesinos con la lluvia o la primavera; las mujeres con un hijo después del parto; los soldados con la paz; y los pobres con un sueldo justo y el fin de las desigualdades. Cuando esto ocurra, un cristiano reconocerá que Cristo vive y promete cumplimientos mayores.

Creer en Cristo resucitado equivale a creer que compartimos el mismo Padre que Jesús, que para él nuestra vida, que las vidas aparentemente más insignificantes, tienen un valor eterno.

Jorge Costadoat
Teólogo y sacerdote SJ