
Sábado de Gloria: Sentimientos encontrados
A quién no le ha ocurrido. Fuimos al cementerio. No era una persona cualquiera. Si no, habríamos asistido a la misa y punto. Pero no podíamos no acompañar a alguien que quisimos tanto, que le debemos mucho. Y en la procesión hacia la tumba nos encontramos con los demás amigos que en otro tiempo, con el muerto, hicimos un camino juntos. Ahora caminamos unos con otros, para despedir a una persona que se lleva un pedazo feliz de una historia compartida. Nos miramos, nos da pena. Pero también nos da alegría encontrarnos después de años. Y de vuelta del entierro, ya no en procesión, comenzamos a reír de esto y aquello. Reímos con un dejo de culpa. No hemos salido aún del cementerio. Todavía estamos en un funeral. Y, sin embargo, las anécdotas, el cariño, algo que solo los amigos entendemos por qué, nos llena de alegría y reímos cada vez más a pesar de los pesares.

También nos ha sucedido, en la dirección emocional contraria, que nos encontramos en un matrimonio, en una fiesta donde las caras largas no se toleran, pero en ese mismo momento una pena, una preocupación, nos tuvo desconcentrados. Había que estar contentos. ¡Quién no merece una celebración, habiendo tanto sacrificio! Pero el niño con fiebre en la casa no nos dejó tranquilos. Nos impidió gozar como se goza en un banquete. Quisimos que sirvieran luego el “segundo”. “¿No podrían apurarse con el postre?”, dijimos irritados. Es que era imperioso aprovechar la fiesta y, sobre todo, volver pronto a acompañar al niño que, aunque no estaba grave, seguramente necesitaría algo que solo la mamá podía darle.
Hay situaciones en la vida en que nos hallamos “entre” la alegría y la pena. Son momentos de especial seriedad. Como si solo entonces hiciéramos contacto con la totalidad de la realidad. La vida tiene de dulce y de agraz. En esas circunstancias no podemos celebrar olvidando a la gente que queremos y que lo está pasando mal. Y, al revés, seríamos inauténticos si solidarizáramos con ellos, si compartiéramos su dolor, renegando de las alegrías de la vida.
Jesús, como un muerto más, descendió al fondo de la tierra para solidarizar con los muertos. A ellos fue a anunciar la salvación. El Sábado Santo es día de silencio, un día largo, denso, arduo. Porque ese día Cristo entristeció a los vivos con su muerte y alegró a los muertos con su vida. No es raro que después del Viernes y antes del Domingo los bautizados en Cristo experimentemos una incomodidad sin par. La tristeza del viernes nos persigue. Todavía nos duele la cruz. Pero la esperanza de la Pascua avanza en nuestro ánimo como el sol que se abre paso entre la niebla. No podemos olvidar así no más a tantas personas enfermas, cesantes, separadas, abandonadas y comidas por la depresión. Pero tampoco podríamos salvarlas con nuestra pura pena. A ellas debemos también darles la fuerza, contagiarles esa esperanza que de bautizados a bautizados nos hemos transmitido desde al resurrección de Jesús en adelante.
Un sábado Cristo descendió a los infiernos porque solo un muerto solidario con los muertos pudo tener autoridad para comunicar a ellos una razón de esperanza. Los cristianos en Sábado Santo hacemos nuestra la pena ajena porque así, solo así, los amigos pueden contagiarse con la esperanza que permite alegrarnos y, al mismo tiempo, tomarnos la vida en serio. Jorge Costadoat
Teólogo y sacerdote SJ