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Eduardo Valenzuela, sociólogo y director de la Encuesta Bicentenario: "Un texto constitucional que apruebe apenas el 50% no sirve para nada"

"Imagínese que la mitad o una parte muy considerable del país dijera que No: esa Constitución nace coja", sostiene el académico, al analizar los desafíos de la futura Carta Fundamental cuando el país busca reconstruir su "sentido nacional".

17 de Septiembre de 2021 | 07:32 | Por Álvaro Valenzuela Mangini, Crónica Constitucional
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El Mercurio
"Las dos columnas sobre la cuales se construyó la narrativa de nuestro Estado nacional están desmoronándose". El diagnóstico del sociólogo y académico de la UC Eduardo Valenzuela es categórico.

Con la experiencia de quien, como director de la Encuesta Bicentenario, lleva una década y media auscultando al país, es que analiza el particular contexto en que Chile se apronta a celebrar otro 18 de septiembre, en momentos de revisión de nuestro proyecto nacional y de nuestra identidad.

La visión de Valenzuela —investigador, además, del Centro de Estudios Interculturales e Indígenas— no es pesimista. Al contrario, cree que Chile vive un proceso imprescindible en el avance hacia la modernidad.

Para explicarlo, vuelve a la imagen de las dos columnas, aquellas que sustentaron la idea de "un solo pueblo, una sola nación", y dieron cohesión al país. Una de esas columnas, explica, fue la de la guerra, con la conscripción obligatoria y el concepto de unidad en torno a la defensa del territorio.

La otra, la educación pública, con un currículo nacional, donde "todos aprendemos lo mismo, en particular nuestra historia, nuestra literatura, y de la misma manera, con los mismos procedimientos", operando así la escuela como "crisol de una cierta unidad en torno a la nación".

Ambos elementos no han desaparecido, dice, pero ya no tienen la fuerza interpeladora de antaño. "Especialmente para las nuevas generaciones, ninguna de estas cosas significa lo que significó para las antiguas. La épica guerrera del Estado nacional chileno tiene hoy un encanto muy moderado y la educación pública se ha desmoronado en su ethos fundamental".

En cambio, "aparece crecientemente la constatación de nuestra diversidad cultural: detrás de la nación había no un solo pueblo, una sola lengua, una sola religión, sino varios pueblos, varias lenguas, varias religiones".

—¿En qué pie queda entonces un concepto como el de chilenidad?

—Muchos autores distinguen entre un nacionalismo territorial, que es el que construye el Estado nacional y que es afirmación de soberanía sobre un territorio, con el nacionalismo constitucional. De manera que la chilenidad ya no se afirmaría tanto en un recurso al territorio común, sino a un cuerpo de normas fundamentales comunes. En sociedades que crecen en diversidad, la cohesión social se consigue menos por adhesión a símbolos o creencias, y mucho más por la adhesión a ciertas reglas de convivencia que permiten reconocer, respetar y dignificar nuestras diferencias.

—Desde esa perspectiva, ¿qué se juega en el proceso constitucional?

—Si lo hacemos bien, si conseguimos no solo un acuerdo, sino un acuerdo que se respete lealmente respecto de ciertas normas y derechos fundamentales, podemos estar paralelamente reconstruyendo nuestro sentido nacional, más en una referencia constitucional que en una referencia territorial. Y ese desplazamiento es imprescindible para un Estado moderno.

—En ese sentido, ¿tienen relevancia discusiones como la de los dos tercios?

—El acuerdo sobre las bases institucionales en que descansa la convivencia ojalá fuera unánime: podemos diferir en todo, salvo en esto. No podemos alcanzar la unanimidad, pero sí debemos alcanzar al menos la mayoría abrumadora, por decirlo así, porque se trata de las reglas en las cuales todos nos ponemos de acuerdo para regular nuestras diferencias. Una regla como los dos tercios se ocupa para construir constituciones en todas partes del mundo y asegurar que el acuerdo sea suficientemente amplio y profundo.

—Volvamos a la identidad nacional. Revisando la Encuesta Bicentenario, hasta 2015 había en torno a un 70 por ciento de la ciudadanía que se declaraba orgullosa de la historia de Chile. ¿Podemos aventurar que la cifra hoy sigue estando en ese nivel o hay una tendencia más bien declinante?

—Existe una tendencia más declinante, sobre todo en las nuevas generaciones. Ahí hay dos cosas. Una es que la historia se abre crecientemente al conflicto de las interpretaciones. Lo vemos incluso en las salas de clases, donde la historia que se enseña aquí no es la misma que allá. Ese es el primer fenómeno: nuestras nuevas generaciones están educadas en una mucho mayor diversidad de interpretaciones históricas que antaño. A nosotros nos contaron una historia, y a todos la misma. Hoy eso ocurre mucho menos. Y lo segundo es que la historia pesa menos en las decisiones que tomamos en el presente. Algo de eso se ha visto en estos propósitos refundacionales que se plantean, en la exigencia de que todo tiene que cambiar, en esta crítica a veces implacable e injusta al pasado.

—Precisamente llama la atención en algunas declaraciones de convencionales o en el acuerdo de la comisión de Reglamento para no hablar de la "República de Chile", una visión casi avergonzada del pasado. ¿Se corresponde eso con lo que ustedes detectan en la ciudadanía o es un extremo?

—Chile está descubriendo su diversidad cultural. Pocos chilenos sabían o reconocían realmente que en este país existían culturas originarias diferentes. Nosotros tenemos cien mil, quizás ciento cincuenta mil chilenos que hablan una lengua distinta del castellano. Y tenemos expresiones culturales que provienen de pueblos originarios que no conocíamos. Entonces, hay un momento en que la gente queda, en cierto sentido, fascinada por el descubrimiento de esta diversidad que está latente, invisible, tácita, detrás de la narrativa del Estado nacional que comentábamos. Vivimos ese momento: al Estado nacional se le exige reconocer su propia diversidad cultural. Y eso puede conducir, claro, a excesos como llegar a desconocer la existencia de ese Estado nacional, lo que es vano, porque existe.

—Usted habla de fascinación, pero las fascinaciones son momentos, no son profundas...

—Claro, porque queda por delante el problema no solo de reconocer esa diversidad, sino de integrarla en el marco de un Estado nacional: una nación, varios pueblos. Y esa fórmula la debemos construir.

—Cuando se habla de ello, se plantea como respuesta el concepto de plurinacionalidad. ¿Es tan obvio que esa sea la fórmula?

—Lo que sucede es que las culturas originarias no están flotando en el aire: tuvieron un territorio sobre el cual ejercieron alguna vez jurisdicción y hasta soberanía. Entonces son culturas que están, de alguna manera, territorialmente situadas o que lo estuvieron. Por ende, no se trata aquí solo del reconocimiento cultural; se trata de reconocer ciertos derechos políticos. No solo derechos culturales, por ejemplo, derecho a ser educado en su propia lengua, sino también derechos políticos, como cupos en los órganos representativos de la nación, posibilidad quizá de que tengan tribunales especiales o ciertas especificaciones en la legislación que los beneficien. Que se reconozca no solo la existencia de una cultura, sino de una comunidad política.

—Viendo estudios del CIIR, la gente está muy abierta a apoyar las demandas indígenas, pero el concepto de plurinacionalidad es ampliamente rechazado. ¿Es eso contradictorio o en realidad marca el límite de lo que la ciudadanía está dispuesta a reconocer?

—Es que plurinacionalidad a veces se interpreta como la existencia de más de una nación. Y como el concepto de nación está vinculado a territorialidad y a jurisdicción sobre ese territorio, entonces plurinacionalidad a veces se entiende como secesión y eso, desde luego, no cuenta con el favor público. Queremos, inequívocamente, ser una sola nación. Pero una nación pluricultural, y no solo eso: una nación que sea capaz de reconocer también políticamente a los pueblos originarios. Si se entiende plurinacionalidad de esta segunda manera, eso despierta mayor interés y adhesión. A su vez, lo que preocupa mucho a los pueblos indígenas es que el reconocimiento alcance solo a los llamados derechos culturales, pero que no vaya acompañado de otras cosas. Cosa que, por lo demás, ya se hizo en la Convención, con los escaños reservados.

—¿Y por qué a la hora de aterrizar esto fue baja la participación del padrón indígena?

—Hay en todo esto un proceso de aprendizaje. La identificación indígena ha empezado a crecer muy fuertemente en el país y los censos lo han venido mostrando. Hemos visto en los últimos 25 años una creciente proporción de personas que se declaran indígenas. Hay que tomar en cuenta, claro, que una parte importante de esas personas tiene en realidad una relación relativamente débil con la identidad indígena: aparte de identificarse, de quizá tener un ancestro, un apellido, muchos viven ya hace varias generaciones en grandes ciudades y tienen poco contacto vivo con ese mundo. Entonces no toda la identificación indígena tiene la misma densidad cultural.

—¿Pero no nos dice algo que una parte de ese mundo que se identifica como indígena, a la hora de votar, prefiere hacerlo en el padrón donde vota el resto de los chilenos?

—Exactamente, una parte de esa población prefiere votar en el padrón de los chilenos y se comporta de un modo apenas distinguible del resto de los chilenos en muchos ámbitos de su vida. De hecho, la población que habla mapudungún es decreciente y relativamente menor en el contexto de quienes se identifican como mapuches. La condición indígena hoy se afirma muy fuera de su hábitat, de su santuario originario, el walmapu. Y, por ende, está sujeta esa condición a múltiples procesos de asimilación y de hibridización y de mestizaje.
"Ahora, dicho eso, el reconocimiento que debemos brindar a los pueblos originarios es independiente del número y de la vitalidad de la cultura que representan. Hay una exigencia que procede de razones no solo empíricas —son muchos, son importantes—, sino que también de razones normativas. Hoy nosotros les entregaríamos reconocimiento a pueblos que son de un tamaño y una precariedad existencial enorme".

—¿No hay algo artificioso en ello?

—No lo hay. Y no lo hay también porque existen procesos de etnogénesis y hay que respetarlos. Las identidades indígenas han estado como sumergidas, en muchos sentidos oprimidas, y tenemos que darles tiempo para que esa identidad florezca, se reasuma, se revitalice. Lo que puede parecer hoy día nimio y artificial, quizá en 30 o 40 años no lo sea tanto. Tenemos que darle la oportunidad a mucha de esta cultura originaria a que vuelva a aparecer, a que florezca de nuevo, y no darla tan fácilmente por muerta. Ese es nuestro deber.

—Cuando fueron electos los miembros de la Convención, fue un lugar común de muchos analistas decir: esta Convención se parece más a Chile, comparándola con la Cámara de Diputados u otros órganos. ¿Es real eso o es demasiado entusiasmo?

—No sé cuán real sea. Aquí ya entramos en política: hay una alineación de la Convención hacia su izquierda que tal vez no sea electoralmente ratificada en las próximas elecciones y nos encontremos con un electorado mucho más moderado que el que ella representa. La gente anda buscando, y sobre todo para la Convención buscó independientes, gente nueva, gente joven. Y sucede muchas veces que las personas independientes, nuevas, jóvenes, no entregan suficiente información... A los viejos los conocemos, a los nuevos no tanto. Entonces también vamos a vivir un período de ajuste una vez que haya más información sobre quiénes son realmente aquellos por los que votamos. Ya algo ha empezado a aparecer. Entonces, la representatividad de la Convención puede sufrir modificaciones y desajustarse eventualmente respecto del electorado normal. Por lo mismo, es muy importante darse cuenta de que cualquier cosa que ellos hagan deberá ser ratificada por todo Chile en una votación obligatoria.

—Uno podría pensar que, con el voto abrumador en el plebiscito de entrada y la votación de mayo pasado, el plebiscito de ratificación va a ser un mero trámite.

—Si conseguimos un buen acuerdo, va a ser un mero trámite, sin duda. Pero si no lo hacen, no va a ser un trámite. Lo que necesitamos es una Constitución que sea respaldada con cierta unanimidad, ojalá el mismo 80% del plebiscito.

—¿No está asegurado eso?

—No está asegurado. Hay que hacer un esfuerzo para conseguirlo. Un esfuerzo de acuerdos, de colaboración. Es un trabajo arduo y preciso. Un texto constitucional que apruebe apenas el 50% no sirve para nada... Imagínese que la mitad o una parte muy considerable del país dijera que No: esa Constitución nace coja.

—Ustedes han documentado en la Encuesta Bicentenario de forma dramática la caída de las instituciones. ¿Podemos pensar que por su corto tiempo de funcionamiento no debiera ocurrir eso con la Convención?

—Las confianzas también se pueden arruinar en un año. Entonces, nada está garantizado. La confianza es algo que se puede deteriorar rápidamente si no se cuida y se protege adecuadamente.

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