Intentar una respuesta reflexiva a esta pregunta es fundamental. Y la Convención tiene aún la oportunidad de hacerlo.
Para ello es necesario considerar la dimensión moral del problema o, lo que es lo mismo, identificar las razones independientes al interés de cada uno, hombre o mujer, a la hora de resolverlo.
Un aborto ejecutado por cualquier motivo, es decir, un aborto carente de toda restricción —de manera que baste cualquier circunstancia o motivación para ejecutarlo— no puede ser considerado moralmente correcto. La experiencia moral exige razones para actuar, es decir, demanda una deliberación por parte del agente que ejecuta el acto a fin de verificar si el impulso que siente o el deseo que lo inunda merece ser satisfecho. Ello supone algún tipo de reflexión a la luz de un cierto estándar normativo independiente. Un aborto sin restricciones es obviamente incompatible con ese tipo de discernimiento.
La ley hoy vigente está bien diseñada en la medida que formula ese estándar normativo.
Hay algunos casos, como los que hoy recoge la ley —el embarazo es producto de una violación, el feto es inviable, hay peligro inminente para la vida de la madre—, donde comparecen razones que hacen moralmente legítimo que se decida abortar. Entre ellas está que parece supererogatorio o excesivo imponer a una persona el gravamen de soportar otra vida que arriesga la suya o que, sabemos, no será vida en el sentido pleno de la expresión o de la que es portadora como resultado de una agresión sexual. En esos casos la mujer puede decidir soportar el embarazo; pero no puede estimarse obligatorio hacerlo.
Pero, fuera de esos casos, ¿debe permitirse el aborto bajo cualquier condición?
La regla recién aprobada por los convencionales parece, a primera vista, establecer ese permiso. Hay razones para pensar que una regla sin restricciones es un error.
El razonamiento jurídico —y para qué decir el moral— obliga a tener en cuenta los intereses ajenos y no solo los propios de la madre a la hora de permitir el aborto. El derecho siempre debe considerar todos los bienes en juego. En este caso hay que tomar en cuenta los intereses del nasciturus, que se hacen más indudables e intensos conforme avanza el embarazo. Parece evidente que el feto, especialmente más allá de las doce semanas, comienza a tener los rasgos biológicos que, por analogía con el tipo de ser que es usted, permiten imputarle intereses propios (la analogía la sugieren Mill o Husserl para detectar al prójimo). Parece obvio que luego de las doce semanas, cuando ya aparece la corteza cerebral, es muy difícil imaginar buenos argumentos para que la ley deba admitir sin más el aborto. Y la razón es que sabemos por analogía con la evidencia biológica que el nasciturus será como usted o como yo. Por eso, pasado ese plazo, la prohibición del aborto parece exigida tanto desde el punto de vista moral como jurídico.
La regulación jurídica del aborto debería tomar en cuenta esas consideraciones.
¿Y sería necesario consagrar en la Constitución la objeción de conciencia para no ser obligado a colaborar con el aborto?
No, no es necesario. La objeción de conciencia —así ha ocurrido en el derecho comparado— se deriva del derecho fundamental a la libertad de conciencia y de religión. Basta consagrar a estas últimas para que, llegado el caso, proceda la objeción. No es admisible en una sociedad respetuosa del individuo obligar a alguien —salvado el interés de terceros— a practicar un aborto que sus convicciones más profundas rechazarían.
La Convención Constitucional tiene pendiente el discernimiento acerca de esos problemas que no se resuelven apelando a la mera existencia de derechos reproductivos: en qué momento el nasciturus es indisponible y qué fuero se reconoce a la conciencia.