EMOLTV

Las mentiras necesarias 12/4/2004

12 de Abril de 2004 | 18:25 |
Las mentiras necesarias

Seducir es un arte que incluye la exageración. No hay baladista que lo practique tan bien como Julio Iglesias.

Marisol García C. 12/4/2004


Hay un recuerdo lejano que emociona a Julio Iglesias, y uno entiende rápidamente por qué. Cuando vino por primera vez a Chile, contó en su concierto del sábado en el Teatro Municipal de Viña, lo hacía con una incipiente carrera de cantante que acumulaba apenas un éxito. “Y las gentes gritaban y decían ‘¡otra, otra!’, y yo debo haber cantado ‘La vida sigue igual’ unas siete veces en ese Festival”.

Han pasado 35 años desde entonces y Julio Iglesias mantiene la práctica, aunque no la excusa. Su éxito global, sus más de treinta álbumes, su ausencia de trece años de Chile, hacían presagiar que el concierto del sábado en Viña sería un reencuentro largo y distendido con un hombre que parece sincero cuando califica a Viña del Mar como “un hito en mi carrera”. No fue poca cosa, pero no fue suficiente: tras 90 minutos, Julio Iglesias juntaba las palmas e inclinaba ligeramente la cabeza para anunciar su partida. Los 900 presentes –hombres y mujeres más o menos pudientes, o más o menos endeudados con la tarifa récord fijada por la productora— gritaban unos “Julito, Julito”, que obligaron al español a volver cuatro veces al escenario. Podría haber cantado “Por el amor de una mujer” o “Lo mejor de tu vida”. Pero a “Julito” ya no le quedaban canciones ensayadas y optó por repetir lo ya mostrado. Escuchar por segunda vez en una noche “Échame a mí la culpa”, “Me va, me va” o “Can´t help falling in love with you” no es, precisamente, un broche de oro. El gusto a poco incomodará a los asistentes durante días.

No se puede separar a Julio Iglesias de su personaje, y tenerlo al frente en un espacio íntimo como el del sábado es una oportunidad para reflexionar sobre el marco de acción de un baladista que, con sus modos seductores y su innegable elegancia, creó escuela, y a quien se le pueden perdonar los evidentes baches en sus capacidades por el objetivo privilegio de enfrentar a un intérprete que cuida detalles como debe hacerlo quien goza de prestigio mundial. Nada brilla demasiado en torno a Iglesias: los apenas cinco instrumentistas que lo acompañan siguen las melodías de un modo sobrio, las tres coristas a su lado izquierdo son mujeres hermosas y ultradelgadas que a nadie le importa si cantan bien o no. Apenas puede quitarle protagonismo la corista principal, quien deja en una evidente desventaja al español cuando juntos interpretan “All of you”, la canción que Iglesias y Diana Ross grabaron hace veinte años para el álbum 1100 Bel Air place.

Es discutible la prioridad que hoy elige darles Iglesias a sus discos de los últimos ocho años, precisamente los peor criticados y los menos firmes en su marca, la de la balada. Como que al padre de Enrique le ha bajado una urgencia por demostrar que es latino, grabando versiones para vallenatos, sones y tangos que no se escuchan bien en disco y, en vivo, sólo generan ansiedad porque vuelva cuanto antes a sus clásicos. Sucedió el sábado con “Moralito (La gota fría)” y “A media luz”, animadas por una estupenda pareja de bailarines, pero incapaces de mostrar a Iglesias con la comodidad que sí le brindaron títulos como “Me olvidé de vivir”, “Nathalie”, “Hey”, “Ni te tengo ni te olvido” o “33 años”. Es en estas cumbres de su discografía que el español justifica incluso aquellos códigos de los cuales suele hacérsele burla: que su galantería es pura pose (quizás, pero convence a las más diversas mujeres), que en él importa más el rostro que la voz (y es innegable su buena forma, a los 60 años), que sus modos son sobreactuados, aunque uno necesita verlo a veces tocándose el corazón y la cara con la palma abierta para convencerse de que éste es Julio Iglesias.

Si su voz sonó enorme, no fue precisamente por sus cualidades interpretativas. El hombre capaz de levantar un imperio a partir de un susurro –y legarles la marca también a sus hijos— esconde hoy con desvergüenza un truco técnico que justifica su precio en oro. Iglesias apenas hace un esfuerzo con la garganta, pero un sistema electrónico de reverberación amplifica y alarga esas emisiones vocales hasta llenar el teatro completo. Era tan evidente el apoyo, que había dos volúmenes desde un mismo micrófono: Iglesias cantaba y sonaba hasta en el último rincón del teatro; pero, si hablaba, nadie escuchaba nada.

Cuando hoy la balada se apoya en parafernalia extra-musical y en clichés que hacen difícil distinguir a los castros de los ubagos, Julio Iglesias ofrece la alternativa de un intérprete cuidadoso de las formas. No hay más temas en su discografía que el amor y el paso del tiempo, pero eso ya es suficiente si se elige trabajarlos con los grandes asesores (Manuel Alejandro, Kike Santander, Roberto Levi) que han cincelado su carrera. Su manera de entender la balada corre serio peligro de extinción. A Julio Iglesias le gusta jugar con la figura del madrileño medio y simple que tuvo suerte y aún no despierta del sueño en que lo ha ubicado la música. Su público lo percibe y lo agradece. Cuando el cantante deja que sean los empresarios presentes quienes coreen “Me olvidé de vivir” o cuando les hace creer hasta a las damas más pasadas de peso que estaría honrado de compartir una noche con ellas. El de la seducción es un arte, que hoy nadie en el pop hispano maneja como Julio Iglesias. Un arte que incluye mentiras, por cierto, porque es poco probable que Julio haya hecho todos los esfuerzos que asegura haber hecho para venir antes a Chile. O que su sorpresa ante el precio de las entradas sea sincera. Ver en junio a Madonna en el Madison Square Garden costará la mitad de los 330 dólares de las entradas más caras para este concierto discreto. “Parece que el tiempo se hubiera detenido”, les dice Julio Iglesias a los presentes recordando su primera venida a Viña del Mar. Y todos sabemos que hay demasiadas mujeres, jets privados, críticas y elogios entre esa fecha y la actual. Pero, mientras lo tenemos al frente, estamos dispuestos a creerle casi cualquier cosa. Remedos de poetas, como Arjona; cantantes sin carisma, como Luis Miguel; bailarines que quieren cantar, como Chayanne. Es tan lamentable el actual estado de la balada hispana que si no existiese Julio Iglesias habría que inventar a alguien muy parecido, y ojalá con los dientes así de blancos.
EL COMENTARISTA OPINA
¿Cómo puedo ser parte del Comentarista Opina?