QUITO.- La historia ha sido siempre la misma. Siempre. Ya era mal presagio que todo el mundo tildara a los once chilenos como favoritos, por mucho que la selección que logró la medalla de bronce en Sydney (venciendo inapelablemente a rivales de mucho más pergaminos que Ecuador, hay que ser sinceros) haya estado prácticamente completa en el esponjoso pasto del Atahualpa quiteño.
También olía muy mal que el partido fuera calcado a la triste tarde en La Paz: comienzo del local como una tromba, pero poco a poco los ripios fueron emergiendo a la par con una crecida de la selección visitante, una crecida tibia, sí, una crecida maldita.
Fue uno de esos partidos terribles, en que se intuye (porque no siquiera se es capaz de contárselo al vecino de asiento) que algo raro va a pasar. Navia estrelló un tiro en el poste en la mejor llegada del primer tiempo, como presagio de que tal vez serían más importantes la impresentable comilona de Delgado o los errores de Kaviedes que apenas inquietaban a Tapia, pero que servían para entibiar a la hinchada local.
Ecuador en ningún momento fue más que Chile, así, categórico. Si Tapia y sus cercanos colaboradores trabajaban más, no se puede decir que estaban soportando un huracán.
Es más. En el segundo tiempo, la cancha se inclinó hacia el arco de Cevallos y si no se llegó al gol fue sólo por un par de detalles. De vitales detalles. Pizarro desapareció y Núñez no fue nunca el acompañante incisivo para Zamorano.
Cuando Estay tomó la manija no fue capaz de sacar al partido de la modorra ni mucho menos tomar el protagonismo que Aguinaga había conquistado en la primera etapa.
Y Chile se iba diluyendo en una lenta anemia de ideas. Ecuador era un frontón que veía con buenos ojos el punto. Y nada podría haber cambiado las cosas, de no ser porque la historia siempre es la misma y en uno de esos centros que tanto llovieron sobre el área chilena floreció el gol de Delgado, un farrero, y el final de la historia conocida fue obviamente el mismo.
Dolorosamente conocido.