MIGRACIONES EN AMÉRICA LATINA - MÉXICO

—“Ya llegamos, todo aquí esta mal. Nada es cierto son puras mentiras. Ponte a trabajar para pagar lo que debemos, no puedo hablar más...” —le dijo.
 
Ana Isabel era la única de la familia que tenía teléfono. Así que luego recibió la llamada de su hermano René Sergio y después la de su primo Mauricio que también trabajaba en la isla: “Ya te contaron estos como está aquí, nos vemos y échale ganas a ver qué pasa”. Ella se imaginaba lo peor. Pero hizo caso a su esposo. Comenzó a planchar y lavar ajeno. Unas veces comía con su madre, otras con su suegra.

La siguiente llamada entró un sábado para confirmar que las cosas no estaban bien, que trabajaban de siete a siete, que no los dejaban salir del área dónde trabajaban. Que sólo comían arroz y frijoles y que máximo les iban a pagar 600 dólares a la quincena, pero aún no. Luego, el migrante pidió a su esposa que le pasara a Juan Manuel, el hijo de 12 años, para pedirle que se pusiera trabajar para ayudarle a su madre.

El maltrato al migrante recaía con su familia. Los hijos y su madre lloraban cada mañana, cada noche en la que se ponían a rezar. “Le pedíamos Dios que le diera paciencia”, recuerda Ana Isabel, que en su desesperación volvió a tocar la puerta de la señora Leonarda, quien le dijo que si quería que su esposo regresara tendría que pagar entre 45 y 50 mil pesos.

No vislumbró otra salida más que ofrecer la casa en venta. Su suegra le decía que se esperara. Fue a la presidencia municipal de Pedro Escobedo —uno de los municipios en México que cuenta con una comisión de migrantes. Tres mil 600 vuelven cada año de Estados Unidos— para contarles todo, pero no le creyeron. Le dijeron que a lo mejor era nostalgia. Había pasado más de  un mes.

Ana Isabel ahora era la que lo llamaba, conseguía dinero para meter crédito a su celular hasta que alguien le dijo que era más barato en una caseta. Juan Gabriel le informó que se le había caído un tabique en el pie derecho. Lo traía enyesado.