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"Mi biografía esta llena de errores"

Sábado, 29 de Octubre de 2005

En 1952, Lenka Franulic ­Premio Nacional de Periodismo­ entrevistó a la poetisa. la conversación, en que ella habla de su infancia, del suicidio de un novio de adolescencia y del "asesinato" de su sobrino "Yin yin", forma parte del libro "Moneda dura", de cecilia garcia-huidobro mca, ­una de las novedades de la feria del libro­ una especie de cartografía de la mistral a través de las opiniones que ella expresara a lo largo de su vida.

Por Lenka Franulic

Gabriela Mistral parece una figura distante, misteriosa. Sin embargo, a través de la mirada de quienes la retrataron se conoce una mujer cotidiana e íntima, una Gabriela en pantuflas o incluso que "come en cama". Intelectuales como Jaime Eyzaguirre, Salvador Novo, Alberto Gerchunoff o Hernán Santa Cruz, y periodistas y críticos de la talla de Alone, María Monvel, sumados a otros que hoy resultan desconocidos, la describieron, le preguntaron, intentaron explicarla. Esas miradas sobre la Mistral se reúnen en el libro Moneda dura, de la periodista y editora de la "Revista de Libros" de El Mercurio, Cecilia García-Huidobro McA, obra que permite recorrer desde las certezas de la Premio Nobel hasta sus contradicciones, sin dejar a un lado sus adversidades, odios, sueños, temores y pasiones desconocidas.

Como un adelanto del libro, publicamos la entrevista que Lenka Franulic le hiciera en Nápoles, Italia, para revista "Ercilla", en que la poetisa habla con una franqueza inusitada en ella.

En una casa que mira sobre la bahía de Nápoles, ciudad que Goethe llamó un paraíso, y en una calle que tiene nombre de poeta, la Vía Tasso, vive Gabriela Mistral. Cualquier napolitano le muestra en el acto a uno el camino que conduce a la casa de la poetisa chilena que recibió el Premio Nobel. Los napolitanos están orgullosos porque ella eligió su ciudad para vivir. Allí, rodeada de sus libros, con sus 62 años, de espaldas muy erguidas, no obstante sus dolencias físicas, permanece Gabriela Mistral con el recuerdo tendido hacia la larga y estrecha geografía de Chile, que conoció de norte a sur durante sus años de maestra. Con su hablar lento y reposado, pasa horas enteras recordando hechos, personajes y lugares. Su memoria es una placa fotográfica que registra minuciosamente los sucesos más nimios de su infancia y de su Valle del Elqui, sobre el cual tiene anécdotas interminables. Ellos han quedado fijos en su retina, mientras muchos grandes sucesos de sus horas de triunfo parecen haberse esfumado o perdido importancia.

"Y es que los éxitos no le valen de nada a una, chiquita, cuando llegan a destiempo" me dijo en cierta ocasión, con una de esas frases que parecen sentencias y que Gabriela enuncia simplemente, al correr de la conversación, como si ella misma no midiera su alcance. Y agregó: "El secreto de la felicidad está en la oportunidad con que nos llegan las cosas. Y la infancia la marca a una para siempre. La mía fue desdichada y nadie podrá devolverme jamás la alegría que me robaron".

LA NOCHE OLVIDADA
Jamás escuché de labios de Gabriela las palabras "éxito" o "triunfo", que otros emplean con tanta ligereza y satisfacción. Parece que estuvieran ausentes de su vocabulario. A una pregunta mía destinada a precisar un hecho sobre el cual sus biógrafos no han estado de acuerdo, como el que la hace aparecer asistiendo, escondida entre el público de la galería del Teatro de Santiago, a la velada memorable en que fueron premiados los "Sonetos de la Muerte", me confesó que no se acordaba.

"La verdad es que no recuerdo, chiquita. Dicen que yo no fui a leer mis versos porque no tenía un traje apropiado. Esto último es muy probable, y debe haber sido así. Pero no recuerdo los detalles de aquella noche. Tampoco están las gentes de acuerdo en si fue Víctor Domingo Silva o Julio Munizaga quien leyó mis versos. Yo creo que fue Julio Munizaga. El hecho es que cada cual ha escrito mi biografía a su manera y casi todas están llenas de errores. Los biógrafos insisten en mencionar el pueblo de Vicuña asociado a mi nombre, y hasta se ha puesto una placa conmemorativa en una casa. Sin embargo, la casa en que yo nací no existe ya. Yo misma la vi caída en el suelo. Es cierto que nací en Vicuña; pero a los diez días mis padres me llevaron al pueblo de La Unión, donde se habían casado. Mi nacimiento en Vicuña fue un puro azar. Mi infancia la pasé casi toda en la aldea llamada Monte Grande, por la que nadie ha hecho nada y ni la nombran siquiera. Si quisieran darme placer, es allí donde deberían hacer algo en mi recuerdo. Me conozco sus cerros uno por uno. La última vez que estuve en Chile había todavía viejitas en Monte Grande y La Unión que se acordaban de mi mamá, y en recuerdo de ella me festejaban haciéndome desayunar hasta tres veces seguidas, con mate.

LA PESADILLA
Para Gabriela, Vicuña significa un recuerdo penoso asociado con su breve paso por la Escuela Primaria. Es un recuerdo de pesadilla digno de Kafka y que marcó dolorosamente su infancia retraída y sensitiva. He aquí la historia, contada por ella:

­La directora de la escuela, que había sido maestra de mi hermana Emelina, era mi madrina y tenía una reputación de santa. Estaba casi ciega y por ello me hacía que yo la acompañara al colegio para no tropezar en la calle. Yo tenía ocho años. Mi hermana me había encargado también al visitador de la escuela, don Bernardo Araya, a quien le gustaba conversar con los niños y me hacía ir todos los domingos a su casa. Cada vez me regalaba papel, pluma y lápices. Estos detalles parecen tontos, pero no lo son en relación con lo que voy a contarle. Mi madrina me había puesto para que yo repartiera el papel a las demás alumnas. Yo era tímida y las otras muchachas audaces y con un manotón me quitaban siempre más cuadernillos. Resultado, el papel se acabó antes de la mitad del año. Cuando esto ocurrió me acusaron a mí de habérmelo robado. La directora sabía que mi hermana era profesora y me daba todo el papel que yo quería, y otro tanto hacía donde Bernardo Araya. Para qué iba yo, entonces, a robarme el papel. Sin embargo fui acusada de ladrona, y la directora, aquella mujer considerada como una santa, dio una lección contra el robo mirándome a mí. Yo, que era una niña puro oídos y sin conversación, no dije nada. A este propósito, sus amigas le decían siempre a mi madre: "Vos tan conversadora, y a esta niña no se le oye nunca la voz". Pues bien, aquel día cuando oí a la directora, yo me quedé trabada, sin poder enunciar palabra. Después, afuera, me esperaban las otras muchachas con los delantales llenos de piedras que lanzaron contra mí. Llegué a la casa de mi tía, donde me alojaba, con la cabeza llena de sangre, y mi hermana tuvo que venir a buscarme y llevarme con ella a Diaguita. Aquellos hechos nunca pudieron borrarse de mi mente.

LA EXPULSIÓN
­Después de aquello me quedé un tiempo de vaga en la casa ­prosigue Gabriela­. Me pasaba las horas en el huerto con los árboles que eran mis amigos, hasta que mi hermana decidió que yo no podía seguir así. Por aquel entonces, ella se casó con un hombre con dinero. Pero a su marido no le gustaba tener a su suegra y a su cuñada en la casa. Inventaron entonces ponerme en la Normal de La Serena. Di los exámenes con nota buena. Yo no sé de dónde consiguió mi mamá, que era una viejecita con estatura de niño, los tres mil pesos de fianza que exigían, y que para aquel tiempo eran una suma enorme. Es el hecho que llegó el día de mi ingreso a la Normal. La directora era una yanqui que apenas hablaba español, de modo que salió a recibirnos la subdirectora, Teresa Figueroa de Guerra, para decirle a mi mamá que yo no estaba admitida. Mi mamá, que era porfiada, insistía en que yo había salido bien y tenía la fianza. Fue inútil. Entre tanto, yo permanecía muda y sin comprender nada. Sólo años más tarde supe por qué yo había sido recibida primero y luego echada de la Normal, de boca de la propia Teresa Figueroa. Resulta que por aquel tiempo yo leía libros que me prestaba un curioso hombre que yo conocía, don Bernardo Ossandón, un astrónomo que me había hecho leer a Flammarion, y yo había escrito un artículo en que decía que "la naturaleza era Dios". A causa de aquella frase pagana, el capellán de la Normal dijo, en consejo
de profesores: "Esta niña es naturalista", y pidió que yo no fuera admitida. Yo ni siquiera conocía el significado de aquella palabra.

MAESTRA INTERINA
­Por aquel entonces mi cuñado se había arruinado y yo tuve que trabajar para sostener a mi madre. Gracias a una compañera de ella, doña Antonia Molina de Rigada, que conocía al visitador, un tal Villalobos, quien le debía su puesto, conseguí la única vacante posible, en el pueblecito de Compañía Baja. Así me inicié como maestra interina a los catorce años de edad y con alumnos que eran a menudo mayores que yo. Ser maestra interina era por aquel entonces una calamidad. Siempre pospuesta y mirada en menos por las demás tituladas. Luego vino el campanillazo de que los interinos teníamos que ir a dar examen a Santiago. Cuando me tocó el turno, ya temblaba de miedo. Afortunadamente me encontré con una mujer comprensiva, doña Brígida Walter, directora de la Normal, quien me dio un trabajo escrito. Después de verlo me tomó aparte y me dijo que leyera mucho. Aquélla fue la primera lucecita de esperanza. Luego me nombraron en Barrancas, cerca de Santiago, hasta que Fidelia Valdés me metió en la enseñanza secundaria. Me llevó a Traiguén y más tarde a Antofagasta y Los Andes, que fue donde más duré. Ésta es mi historia chilena. Se la cuento porque pienso en tanta muchacha tímida como yo. Yo fui una autodidacta, pero el autodidactismo no me parece un ideal, porque es un martirio, aunque yo le tengo apego y se lo aconsejo a quien tenga la entereza suficiente para afrontarlo.

EL AMOR Y LA MUERTE
Una noche propicia a las confidencias, me atreví a preguntarle a Gabriela la verdad sobre la historia que, como muchas de su vida, han entrado al terreno de la leyenda; la historia de Rogelio Ureta y de su suicidio, que le inspiró los "Sonetos de la Muerte":

­También sobre esto se han tejido historias ­me contó­. Yo conocí a Rogelio siendo profesora de la Compañía. O sea, cuando tenía poco más de catorce años. Él debe haber tenido veinte o veintiuno. Nos pusimos de novios; pero él no tenía dinero para tomar mujer. Un día me dijo que se iba al norte a buscar trabajo en las minas para hacer dinero y regresar a buscarme para que nos casáramos. Aquella promesa constituye el recuerdo más dulce que tengo de él. Pero volvió al poco tiempo sin nada. Parece que le fue mal. Luego se enredó con una muchacha perteneciente a una familia que tenía humos de grandeza, y lo hizo llevar una vida cuyo tren él no podía seguir. Dejamos de vernos y de escribirnos. Pasó el tiempo. Yo era maestra en un lugar llamado Cerrillos, en el fundo de los Ripamonti. Como no había alumnos de día, hacía clases nocturnas. Tenía algunos alumnos de ochenta años y hasta uno que era sordo y al que enseñaba a leer gritándole al oído. Mi madre se había ido con mi hermana porque en el lugar no había carne, y ella la necesitaba para su salud. Yo me quedé sola con una muchacha. Una noche estaba sentada en un sofá, y de pronto tuve la extraña sensación de un peso que caía a mi lado y de ese ronquido típico de la agonía. Pensé que algo le había ocurrido a mi madre. Al día siguiente me comuniqué por teléfono con mi hermana, pero ella me aseguró que todo estaba bien. Sólo al otro día cuando llegó el periódico me enteré de la noticia de que Rogelio se había suicidado. El periódico la daba muy escueta, porque su hermano, Macario, tenía un alto puesto en la compañía de Ferrocarriles. Sólo algunos días después, de paso por Coquimbo, supe lo ocurrido. Iba yo en compañía de Aurora Barraza, quien fue a una casa a saludar a unas amigas. Yo entré con ella, pero, como de costumbre, no dije mi nombre, de modo que ellas no sabían quién era yo, y se pusieron a comentar el suicidio, que seguía siendo la comidilla de todo Coquimbo. Así me enteré de la historia de Rogelio con aquella muchacha con la que se decía que iba a casarse. Como no podía seguir el tren de lujo en que se hallaba metido, se había dedicado a jugar. Un día tomó dinero de la Caja del Ferrocarril donde era empleado. Parece que intentó comunicarse con su hermano para que lo ayudara. No sé qué pasó, si no consiguió hablar con él o qué. Después, en un momento de desesperación, decidió quitarse la vida. Lo preparó todo minuciosamente. Siempre había sido muy pije y le gustaba vestir bien. Para su muerte se vistió de frac. Y aquí viene otro detalle curioso, que nunca he comprendido. Antes de suicidarse rompió todas las cartas de su novia. Después se vistió para la muerte y se disparó un tiro. Pero en un bolsillo se le encontró una postal mía. ¿Por qué estaba allí cuando hacía más de cuatro años que no nos escribíamos? A causa de aquella tarjeta, sin embargo, se asoció su nombre conmigo.

EL CICLO SE CIERRA
­Yo no tuve nada que ver con su suicidio ­concluyó Gabriela­. Sin embargo, algunos han querido ver en ello que a mí me ronda la muerte. Una poetisa cubana escribió una vez un artículo diciendo que yo era una especie de mujer fatal, por la que los hombres se suicidaban. Decía que primero se mató mi novio y más tarde mi sobrino, hijo de un hermano natural mío, al que yo recogí en España y crié a mi lado como si hubiera sido mi hijo, porque era el último ser de mi familia que me quedaba. Se llamaba Juan Miguel y yo le decía "Yin Yin". Él, a su vez, me decía "Buda", porque cuando regresaba a casa del colegio siempre me encontraba sentada en el mismo lugar en que me había dejado. "Como un Buda", agregaba. En Petrópolis, fue a un colegio lleno de muchachos negros y mulatos, que hostilizaban a los pocos blancos que había. Los demás concluyeron marchándose, pero Yin Yin quiso terminar allí su bachillerato de latín a pesar de mis ruegos de que cambiara de colegio, porque siempre regresaba lleno de moretones a causa de los golpes de los demás. Y era porque vivía rodeado de comodidades que los demás no tenían. Esto despertó la envidia de sus compañeros y el deseo de venganza de lo que se llamaba "la banda". Una noche me lo trajeron muerto. Dijeron que era un suicidio. Pero yo supe que lo mató "la banda", porque no podían perdonarle que él poseyera lo que ellos no tenían. Fue así como me quitaron lo único que me quedaba en la vida.

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