A 150 años de su nacimiento
OSCAR WILDE, EL AMOR ANTERIOR

Por Juan Antonio Muñoz H.

El problema del arte, con toda su atractiva ambigüedad entre el bien y el mal, fluye en las líneas de ‘‘Muerte en Venecia’’ (1913), de Thomas Mann. Relata los últimos días del novelista Gustav von Aschenbach, quien repasa su inclinación espiritual y física hacia la belleza, encarnada en el adolescente Tadzio. Oscar Wilde (1854-1900), en ‘‘El renacimiento inglés del arte’’, decreta que el arte es lo que hace de la vida de cada ciudadano un sacramento y no una especulación. ‘‘Pues la belleza es la única cosa a la que el tiempo no puede ocasionar daño alguno’’.

No evaluó, sin embargo, el daño que la belleza puede ocasionar.

Esa inclinación de Wilde, como también le sucedió al personaje de Mann, no sólo era intangible sino corpórea, y se encarnó en Lord Alfred Douglas, Bosie.
En 1882, Wilde desembarcó en Nueva York vestido con su saco ajustado y camisa con cuello byroniano. Lo esperaba una multitud de reporteros con la acostumbrada pregunta en los labios: ¿Tiene algo que declarar? Wilde contestó con amabilidad: ‘‘Solamente mi genio’’.

Ya en esos años, era célebre más que por sus obras teatrales —cuyos éxitos se producirían en la década siguiente— por la intrepidez con que se burlaba de la sociedad establecida, haciéndola reír al mismo tiempo. Una actitud radical con la que no dejaba títere con cabeza, pero que, a la vez, deleitaba al mundo elegante de Londres.

Pero ese mismo mundo pronto tendría su venganza. Wilde tenía 36 años y estaba casado con Constanze Mary Lloyd y tenía dos hijos (Cyril and Vyvyen) a los que adoraba. Pero su humor jugaba a menudo con la contradicción consigo mismo y el mundo. Se presume que fue el canadiense Robert Ross quien lo ayudó a reconocer su homosexualidad: ‘‘Sólo el cuerpo revela el cuerpo’’, le dice el personaje del fiel Ross a Wilde antes de ir al grano.

En 1892, la noche del estreno de su obra ‘‘El abanico de Lady Windermere’’, le fue presentado el joven y fatal Lord Alfred Douglas (1870-1945), de 21 años. Fascinado, Wilde inició con él una relación apasionada y tormentosa, se vinculó con círculos promiscuos, dilapidó el dinero y descuidó a su familia. Finalmente, fue llevado a los tribunales por el padre de Bosie, el marqués de Queensberry, y condenado a dos años de trabajos forzados, que cumplió en las cárceles de Holloway, Wandsworth y Reading. Murió católico confeso, el 30 de noviembre de 1900.

Su pulso fue el de un llamado a escuchar al cuerpo y sus fluidos: ‘‘El único modo de librarse de una tentación es sucumbir a ella’’. Claro que a eso añade: ‘‘Nada hay peor que no conseguir en la vida lo que uno quiere, salvo conseguirlo’’.

La obtención de esa belleza perfecta a la que aspiraba Wilde y que Bosie encarnó produjo en su alma y en su salud famosas heridas:

—¿Quién se ha atrevido a herirte? —gritó el Gigante— ; dímelo y cogeré mi gran espada para matarle.

—¡No! —respondió el niño—; éstas son las heridas del amor.