QUIEN CONOCE NO AMA

El jardín es ahora vuestro, niños.

La belleza le sirve a Wilde para remediar el dolor. Así sucede en ‘‘El príncipe feliz’’, cuyo tieso protagonista eleva su inmortalizada belleza adolescente sobre la triste y misérrima ciudad. Era la Grecia de Sócrates y Platón —con sus jóvenes tan cercanos a todo cuanto tuviera relación con sus maestros— la que resplandecía en la naturaleza de Wilde, un convencido de que había que trabajar porque los niños amaran todo lo que es bello y bueno ‘‘y odien todo lo malo y feo (pues lo uno y lo otro van siempre juntos)’’ (‘‘La República’’). Adonis, Antínoo y Endimión son los héroes en estas jornadas. ‘‘Sé que Jacinto, al que Apolo tan locamente amó, fuiste tú en los días griegos’’, escribió Oscar a Lord Alfred en enero de 1893.

El adolescente conde de Tierra Nueva (‘‘El cumpleaños de la infanta’’) y el protagonista de ‘‘El joven rey’’ salen al encuentro.

‘‘La belleza es el símbolo de los símbolos. Lo revela todo, porque no expresa nada’’. Algo de esto encarnó también Bosie Douglas, cuyo interior indisciplinado y voluble se fue develando después. Presumido, indolente, farrero y con una hoy impresentable soberbia de clase, un verdadero lirio sin aroma, Lord Alfred fue el depositario del amor de Wilde, quien de inmediato comprendió que el amor es anterior al conocimiento. Como Shakespeare anuncia en sus ‘‘Sonetos’’, no se puede amar lo que se conoce; el amor es anterior. De otra manera, no se produce.

También el amor fue anterior para Constanze, quien nunca quiso divorciarse de Wilde y que en su lápida pidió que quedara escrito que ella fue su esposa.
Wilde no fue un contemplativo de la belleza: la observó, la poseyó y la gozó. La belleza era para él ‘‘una forma de genio superior al genio, pues no precisa explicación’’.

Todo este mundo espiritual y carnal a la vez se deshoja en una narración que da cuenta de la historia y también del proceso creativo, haciendo vínculos muchas veces estremecedores. Así es como ‘‘El gigante egoísta’’ sirve bien para mostrar la preocupación profunda y verdadera del Wilde-padre con sus hijos como para acercar al público a su controvertido mundo interior.

‘‘Hasta ahora era como una ciudad sitiada’’, dice Wilde medio pasmado e incrédulo todavía, al entregarse a uno de sus amantes.

El niño que no podía alcanzar las ramas del árbol es Jesús, por supuesto, pero también un sublimado Bosie, a merced de un padre rico, burro, bruto y burdo. Y el niño es, por añadidura, el mismo Wilde, identificado de un lado con el pequeño y también con el Gigante.

En ‘‘De Profundis’’, su feroz carta al finalmente develado Douglas, Oscar Wilde asegura que dondequiera que surja un movimiento romántico en el arte, de algún modo, bajo alguna forma, estará Cristo o el alma de Cristo. ‘‘Cristo nos enseña, por medio de una leve advertencia, que cada momento debe ser bello, y el alma debe estar siempre dispuesta para la llegada de su Esposo, siempre esperando el llamado de su Amante (...) Cuando todo está dicho, el encanto de Cristo es precisamente este: ser como una obra de arte. En realidad, no nos enseña nada, pero el simple hecho de ser conducidos a su presencia nos convierte en algo distinto’’.

El relato de ‘‘El gigante egoísta’’ puede alternarse con las circunstancias del estreno de ‘‘Salomé’’ y las vicisitudes que encarnó. Y otra vez la belleza aparece sobre el altar: ‘‘Si me hubieras visto, me hubieras amado’’, reclama Salomé en el paroxismo, arrebatada por el recuerdo de las palabras de Jokanaan (Juan Bautista) y también por el cuerpo que no pudo poseer.

Wilde vio y amó a Bosie. No sabemos con exactitud si lo mismo ocurrió al revés.

Amor y destrucción aparecen, entonces, unidos indisolublemente. En ‘‘Salomé’’, la protagonista murmura que el misterio del amor es más grande que el misterio de la muerte, una sentencia que tiene eco en la carta de la cárcel de Reading, cuyo destinatario era Douglas: ‘‘Si voy a la cárcel sin amor, ¿qué va a ser de mi alma?’’.