Alfredo Castro Gómez nació en 1952 y se crió en Providencia, bajo el alero de cuatro hermanos (es el menor de tres hombres y dos mujeres), un papá doctor (que hizo el primer cambio de sexo en Chile en el Hospital Barros Luco) y socialista y una madre que murió cuando tenía diez años, por causa de un cáncer.
Su infancia fue solitaria y llena de imaginación. Fue su nana Marlinda quien tuvo que criarlo, al son de las rancheras, que se convirtieron en su obsesión hasta estos días.
En su adolescencia nació su pasión por el teatro al ver obras televisadas y su espíritu social, heredado de su padre. Por eso después de pasar por colegios particulares como el San Gabriel y Kent, decidió terminar su enseñanza media en el Liceo 11.
Apenas egresó se matriculó en la escuela de la Universidad de Chile pero lo echaron por participar en una huelga, por lo que terminó sus estudios con Fernando González.
“He tratado de ser consecuente con lo que pretendía ser desde que entré a estudiar teatro. Para mí, por una cuestión familiar y de educación, cualquier profesión que uno estudiara tenía el deber de convertirla en un servicio público y no quedársela para uno mismo ni disfrutarla para bien personal. Había una familia que trabajó para mí y un Estado que participó en mi educación al cual debía éticamente devolverle la mano. Estudié teatro por eso, porque me parecía que podía ofrecer socialmente algunas soluciones, como un cirujano operando o un ingeniero haciendo un puente, podía cooperar para una sociedad mejor, más digna e igualitaria”, explica.
-¿Cómo te proyectas terminando la vida?
“No sé, me gusta mucho mi escuela (“La Memoria”), mis alumnos, soy feliz haciendo clases. Me interesa poder contaminar a una generación con cosas buenas. Tengo la sensación, alguna certeza de que al haber hecho esta película puse en pantalla algo de lo que trato de enseñar, que podría llegar a hacer, si es que funciona, que me crean, que practico lo que predico. Estaría feliz con que eso sucediera”.
Ahora vive en Ñuñoa y dice que se moviliza feliz en el TranSantiago desde que vendió su camioneta. Está casado hace más de 10 años con la diseñadora teatral y actriz Taira Court, con la que se lleva 18 de diferencia y conoció cuando le hacía clases en la Academia de Fernando González. Juntos tienen a Agatha (8), que ya quiere seguir sus pasos e Ymara (14), hija del primer matrimonio de ella.
-¿Qué haces en tu tiempo libre?
“No he tenido mucho tiempo desde la filmación, que fue muy exigente y después vino la teleserie (“Viuda alegre”), teatro, clases y sólo dos semanas de vacaciones, luego Cannes y ahora el estreno. No he parado y estoy resintiendo un poco el cansancio pero es mi trabajo y lo asumo con mucha pasión, vehemencia y felicidad, es lo que corresponde y no estoy trabajando por mí ni para mí. Hay que ponerse a la altura de la historia, no puedo actuar con vanidad. Me gusta que a la película le vaya bien, me parece maravilloso por el cine chileno y por toda la gente que viene trabajando en ella”.
-¿Pero cuando pase todo esto?
“Descansar los fines de semana con mis dos hijas que disfruto mucho, ir la playa (Tunquén), para que se me quiten las ojeras y despejarme un poco. Pero son ellas las que me bajan de todo esto”.
-Tu hija Agatha ya dice que quiere ser actriz, ¿te causa un poco de recelo?
(Entre carcajadas) “Ella anda sapeando, va conmigo a grabar, la graban y ella después se mira y se impresiona. Pero no, yo feliz, trabajo por la felicidad de mis hijas”.
-¿Vicio privado?
“Hacer una recopilación de las rancheras mexicanas menos conocidas, menos cantadas y grabadas que me llegan al alma por sus letras y que marcaron mi infancia. Y ahí de nuevo me encuentro con lo marginal, porque no hablo de Alejandro Fernández, me interesan esos conjuntos de chicas que cantan en una escuela de Linares, por ejemplo. Esa textura, más que la gran grabación, es mi obsesión, mi vicio”.