“En 1925, escapando de la pobreza, de las guerras y de la gripe española, llegó mi abuelo a este país. Tenía apenas un año y medio de vida. Viajó en el barco Cap Polonio junto a su padre, mi bisabuelo Francisco Pintor Rodríguez, un soldado que peleó en la guerra de Marruecos, y su madre, Elisa Salvadores. El cuñado de mi bisabuelo, Pedro Salvadores, un viejo que migró al sur de Chile y obtuvo mucha plata en el negocio maderero, los convenció de que se vinieran”, relata Matías Pintor.
“Ellos salieron de Magaz de Abajo, un pequeño poblado al norte de España, que en ese entonces, como casi todo ese país, estaba sumido en la miseria y la enfermedad. Justo antes de irse, mi bisabuela Elisa pescó un puñado de tierra y lo metió en una bolsita de cuero. Lo hizo porque presentía que nunca iba a volver.
Se instalaron en Lanco, al norte de Valdivia. Mi bisabuelo Francisco tenía chanchos, vacas y vivía del campo. Su padre lo levantaba todos los días a las cinco y media de la mañana a trabajar, y recién a las siete se sentaban a comer algo. Su lema era que el desayuno había que ganárselo. Mi abuelo tuvo varias peleas con él, hasta que a los dieciséis años se rebeló y, sin conocer a nadie ni haber estudiado nada, se vino a Santiago.
Hizo de todo: fue minero en Sewell, micrero, condujo liebres, luego fue taxista y colectivero. Su primera mujer murió después de dar a luz a su segundo hijo, Alfredo, pero años después conoció a mi abuela, Elcira Vargas, se casó de nuevo y tuvo dos hijos más: Álex y Luis Arturo, mi papá.
Tiempo después murió su madre, y cuando mi abuelo viajó al sur para su funeral, le dijeron: ‘tu mamá te dejó esta carta y esta bolsita’. La carta decía que en esa bolsa había tierra de su tierra y que como hijo mayor ella quería que él la echara sobre su ataúd. Eso lo marcó para siempre.
De todos los nietos, que son quince, creo que soy el que más se sienta con él a escuchar sus historias, que me las ha contado miles de veces. Siempre que íbamos al sur lo seguía a todos lados, y a los cinco años me acuerdo de haberlo acompañado mientras degollaba un cordero en el campo. Vi el proceso entero, después agarré una cuchara y me puse a comer el ñachi, una preparación que se hace con la sangre fresca del animal recién muerto. Al rato llegué donde mi mamá todo ensangrentado, ella se volvió loca y el viejo se moría de la risa. Me decía para callado: ‘eres mi nieto más diablo, pero no le digas a nadie’”.
Vivir el pasado
“A los 16 años me vine a Santiago, una ciudad en la que nunca había estado, no conocía a nadie y no sabía qué iba a ser de mi vida. Me aporreé mucho, sufrí muchos golpes, pero al final aprendí. ¿Qué aprendí? ¡Aprendí a vivir! A defenderme solo. Nadie me enseñó nada. Nadie me regaló nada. Me casé, tengo hijos, tengo nietos, lo pude hacer con mi esfuerzo y con la poca inteligencia que tengo aquí arriba”, recuerda Silverio Pintor, abuelo de Matías.
En las familias han cambiado mucho los valores. Hoy los nietos no tienen tiempo de escuchar a los abuelos. Yo lo veo aquí mismo con varios nietos o nietas. Les hablo y se dan vuelta a hacer otra cosa, me dejan hablando solo. Creo que a muchos abuelos les pasa lo mismo que a mí: se quedan hablando solos, como un títere o un tonto. La juventud tiene otros valores, otros pensamientos. No están preocupados de los abuelos, creen que somos parte de la historia. Ellos viven el momento, el ahora. No están viviendo el pasado, como me pasa a mí, todas las noches. Pero con Matías tenemos una relación muy especial. Es única. Más que un nieto es un compañero”.
Cumplir una promesa
“Durante uno de esos veranos, cuando yo tenía 10 años, mi abuelo me empezó a mostrar fotos de Magaz de Abajo, el pueblo en España en el que había nacido. Yo le dije: tata, algún día vamos a ir a conocer tu tierra. Él se reía, porque jamás había salido de Chile y menos volado en avión. Nunca pensó que yo hablaba en serio.
Ni su padre ni su madre pudieron volver a su pueblo natal, y él ya está viejo: tiene más de 90 años, está casi sordo, no puede ver muy bien y hace un tiempo le pusieron un marcapasos. Quizá por eso, se empezó a hablar en la familia de llevarlo un día a España. Mi papá y sus hermanos lo discutían y hacían planes, pero de a poco la idea se fue diluyendo y quedó en el puro blablá.
Hasta que el año pasado, conversando después de un almuerzo, me bajó el enojo y dije basta. Este es un sueño que hay que cumplirle al viejo, es ahora o nunca, así que agarré el computador y le pedí su carnet. Para qué, me preguntó. Pásamelo, le dije, pagué los pasajes y le conté: acabo de comprar dos tickets de avión para ir a España. No me creyó. Y siguió sin creerme poco antes de que nos fuéramos; pensaba que no iba a pasar, que era una broma. Pero cuando le dije que estaba todo listo y se lo creyó, hizo la maleta al tiro, ansioso como un niño. Faltaban, eso sí, como cuatro semanas para el viaje.
Finalmente, partimos el 21 de agosto. Lo que yo sabía de Magaz de Abajo, nuestro destino final, es que quedaba en la provincia de León, 400 kilómetros al norte de Madrid, y que sigue siendo muy chico: viven algo más de 500 personas y tiene apenas unas pocas calles. Lo único que yo tenía de referencia era la foto de una casa, donde debía preguntar por un tal Horacio. Pero ningún teléfono ni contacto de nada. Y nadie del pueblo sabía que nosotros íbamos a verlos. Podía ser que no hubiera nadie o que estuvieran todos los parientes muertos”.