Columna de Amanda Kiran
Segundo tiempo
Viernes 29 de agosto de 2003

Este temblor era distinto. Era en mi cuerpo. Fuerte, era en serio.

Creo que fue el primero que me vino de esta forma. Estaba dentro de la cancha. Era un ataque, un susto incontrolable, de los que vienen sin avisar. Tuve que salir corriendo de la cancha, lo más rápido que pude, no daba más, no pude ni pedir cambio.

Lo malo fue que nadie se dio cuenta, ni siquiera mi entrenador que estaba muy preocupado gritando mientras su táctica se desmoronaba.

Yo salí, y solamente corrí, como si pudiese escapar de mí. Pero eso no se puede.

La velocidad aumentaba mientras la distancia al baño se hacía menor. Mis pulsaciones eran de mil por segundo, ni siquiera reparaba en ver cómo estaba respirando.

Nada ni nadie me podía ayudar. En ese minuto era yo y la desesperación de recomponerme y poder volver a la cancha. Me sentía sola, tan sola, que ni siquiera mi imagen frente en el espejo me parecía familiar.

Entonces me di el chapuzón de agua fría sobre el rostro. Empecé a respirar lentamente y a sentir cada vez más la transpiración congelándose sobre mi cuerpo que ya dejaba de sentirse tibio.

 
 
Las piernas empezaron a responder, y a sentir el suelo que pisaba. De a poco me reincorporaba a la normalidad. Entonces me di cuenta, entonces recordé los conflictos que todos llevamos dentro, las válvulas de escape que te piden liberarse y uno no deja.

Muchas veces no sabemos liberarlas, y es por eso que acumulamos miedos, temores, penas, por no atrevernos a conversar.

Fue cuando recordé las llamadas que debo hacer, los temas que debo solucionar, los problemas que debo afrontar aunque no me guste. Y los mutismos que la gente me exige que deje de lado.

Estoy intentando, en este rato en el baño, incorporarme a la vida para que ella me acepte otra vez y deje que tenga problemas como el normal de los cristianos.

Salí de aquel cuarto, rodeado de espejos y azulejos, sintiéndome un poco mejor. Decidí reincorporarme a la cancha en un acto normal y pacífico. Tan normal como si viniese de un fuerte dolor de estómago y no de un cambio momentáneo de vida.

Para sorpresa mía, aún no se daban cuenta de mi ausencia. Triste sorpresa que fue útil en el momento. Las reemplazantes en la banca conversaban sin parar, el entrenador seguía gritando para que se ordenara la delantera, el resto de mis compañeras de equipo se encontraban demasiado ocupadas con sus propias marcas, y yo ingresé callada sin mucha bulla a reencontrarme con los cinco minutos restantes...

No me volví a sentir linda de inmediato, pero me sentí bastante mejor. Me di cuenta que mi capacidad de amar está perdida y me tiene -sobre todo a mí- olvidada.

Entendí, en ese rato en el baño, que mi alma genera conflictos de los cuales se hace cargo, pero en preocupaciones y no en soluciones. Y es ahí donde se tapan las salidas para respirar.

Debo perdonarme algunas malas decisiones de mi vida. Esas son las que debo dejar escapar porque ya es tarde para volver a vivirlas bien. Ahora debo preocuparme por las que a futuro vaya tomando, y no echarme más peso a una mochila que solamente existe para mí.

Lo bueno del pasado es que es libre y ya se fue. Así que por ahora me paro bien en la cancha, y pido fuerte el próximo pase. Puede ser que no se dieran cuenta mientras no estuve, pero si sabrán perfectamente cuando estoy y donde estoy.


Amanda Kiran

 
   
   
     
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