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La verdad era esta, yo debía llegar. Me esperaban
algo más que responsabilidades en Santiago, tenía que aterrizar
por que lo había prometido, era imperativo y no tenía alternativa.
Pero aún había tiempo, y el cambio de avión todavía
no sufría alteración alguna con el retraso.
Fue entonces, cuando sentada en el suelo del aeropuerto, conversando con
otra amiga, se acerca un señor.
La gente suele acercarse cuando te ve uniformada, con pinta de cabra chica
y deportiva.
Y así empezó la conversación (en inglés)
- Hola, ¿de qué colegio son?
Fui la primera en reír y explicar que ya bordeaba los 30 años,
y que sin buzo, la cosa cambiaba bastante.
Él iba camino a casa después de una larga convención
de trabajo. Su estilo, para tener 45 años, era de lo más
jovial, y eso se notaba, sobretodo al acercarse a conversar con nosotras.
Comentamos, por casi una hora, sobre todos los temas posibles. Música,
deportes, trabajo, universidad, vida, países, etc.
Terminó mostrándonos su PC Pocket con MP3 grabados, bajados
por él, de diferentes grupos, hasta de Incubus, lo cual volvió
loquitas a varias de mis compañeras menores que yo.
Hasta el minuto, no pregunté su nombre. Hablábamos entre
todos de tantos temas, que olvidamos lo importante.
Yo ya empezaba a preocuparme por la conexión de Atlanta, el rato
pasaba y perderíamos el avión, yo debía llegar.
En esos minutos, lo llaman a él. Se aleja, sin despedirse, dejando
su maleta a mi lado.
Habla con la señorita de la puerta 08, y me llama de nuevo a mí.
- Amanda
-me dice- si no tomas el vuelo ahora, no podrás llegar a tu conexión
en Atlanta. Yo no tengo apuro y puedo tomar tu lugar (él viajaba
en otro avión, pero la misma ruta).
Me sorprendí mucho, estaba haciendo algo increíble.
Mis compañeras me comentaron que tomara el ofrecimiento, que no
había nada de malo.
Yo no sabía qué hacer. Era un vuelo de 7 horas hasta Atlanta,
y lo más seguro sería que ellas tuvieran que pasar la noche
ahí, así que cambiarían las maletas por mí.
No supe qué decir, me sentí feliz, pero incómoda.
Sólo noté que había tanta sinceridad en su ofrecimiento,
que decidí aceptar y partí.
Tomé su boleto y volé, luego de un fuerte abrazo de agradecimiento,
sin siquiera preguntarle su nombre otra vez.
En su mejor español, me dijo “hasta la vista”
-Y me fui...
Lo increíble no termina aquí. Apenas entré al avión,
las auxiliares me miraban con cierta extrañeza. Y me pidieron el
ticket.
El vuelo era especial, para 7 pasajeros vip, entre los cuales estaba incluido
él.
Viajé, por primera y única vez, en primera clase, atendida
como reina. Me sentía una reina, por la suerte que tuve, y las
gratitudes de la vida.
La humildad se lleva, no importa el dinero. La clase también.
Por eso, aproveché lo más que pude, mi único viaje
en primera clase y además gratis.
Amanda Kiran
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