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Columna de Opinión: El espectáculo

Esta hipermoralización de la vida, donde se escudriñan deslices y se detectan pecados (no hay nada más lejos de la genuina moral que la hipérbole), está dañando la vida cívica y ahora ha alcanzado, convirtiendo en víctimas, a algunos candidatos o candidatas de la propia Convención quienes, en su hora, no se opusieron a esa corriente que convierte la política en moralina y la moralina en dogma.

07 de Enero de 2022 | 07:20 | Por Carlos Peña
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El Mercurio
Esta semana debía escogerse una nueva mesa directiva para la Convención Constitucional. Después de seis meses de funcionamiento parecía razonable esperar que la elección fuera relativamente sencilla o rápida, más o menos expedita, sin tropiezos ni demoras.

Lo que nadie pudo anticipar es que la Convención se tomase tan en serio eso de la "elección papal". Que cuando se trate de elegir un Papa los cardenales se tomen su tiempo esperando que el espíritu santo los ilumine (el espíritu sopla donde quiere, se lee en Juan 3:8-21) es admisible incluso para los no creyentes; pero que los convencionales agrupados en movimientos y partidos, gente que se conoce ya por meses, no hayan sido capaces de hacerlo de manera expedita es simplemente insólito.

¿A qué pudo deberse? Ninguna de las explicaciones es muy alentadora.

Al parecer, la Convención se ha dejado inundar por facciones. En “El federalista” (cap. X), Madison define a las facciones como grupos animados por pasiones o intereses que se distancian del bien de la comunidad. Las facciones son celosas, las inunda un espíritu tribal lleno de resquemores y de celos, de ojeriza hacia quienes son ajenos a la facción de que se trate. Cuando este espíritu cunde, no importan ni el talento ni el mérito, ni el desempeño ni la ilustración ni la inteligencia: la pertenencia a la tribu basta y sobra para incorporar y aplaudir o para excluir y abuchear.

Se suma a lo anterior —Dios quiera que no cunda— otro rasgo preocupante. El afán moralizador que se extiende, como un veneno, por las redes sociales hasta alcanzar a quienes son adictos a ellas, como ocurre, al parecer, con buena parte de los convencionales. Las redes fueron en este caso, y durante la elección, una audiencia circense que, a punta de breves mensajes, decidía, insultos y acusaciones de por medio a quien asomaba la cabeza, quién merecía ser candidato o candidata y quién no, atendido su comportamiento real o supuesto. Esta hipermoralización de la vida, donde se escudriñan deslices y se detectan pecados (no hay nada más lejos de la genuina moral que la hipérbole), está dañando la vida cívica y ahora ha alcanzado, convirtiendo en víctimas, a algunos candidatos o candidatas de la propia Convención quienes, en su hora, no se opusieron a esa corriente que convierte la política en moralina y la moralina en dogma.

Pero también pudo estar a la base de todo esto un malentendido consistente en asignarle al cargo (y al conjunto de vicepresidencias) más importancia de la que tienen. Esta es una interpretación benévola de lo que ocurrió que, de ser verdad, haría el asunto inofensivo. Los convencionales se entretuvieron en innumerables votaciones porque sabían de manera inconsciente que nada importante estaba en juego. Es lo que alguna vez observó Kissinger cuando le preguntaron por qué la vida académica estaba sembrada de rencillas: la política académica es tan complicada —respondió— precisamente porque lo que está en juego es muy poco. La Convención se habría contagiado de academia.

Lo alarmante es que, fuere cual fuere la razón o la causa o el motivo o la circunstancia que demoró tanto la elección de la mesa, ello puede ser un síntoma de un problema mayor: la incapacidad de muchos convencionales de deliberar, de dialogar mediante razones, saliendo siquiera por momentos del refugio de la propia tribu. El peligro que tiene esto es que, de continuar expandiéndose el espíritu faccioso y ese remedo de moral, en vez de deliberación constitucional habrá simplemente una agregación de votos (de pasiones e intereses, diría Hamilton) a la hora de discutir los preceptos constitucionales. Y eso sí que sería grave, porque entonces el ideal democrático que debió inspirar a la Convención (eso que Habermas llama patriotismo constitucional, consistente en que todos acaben reconociéndose en el texto) se habría estropeado.

Por ahora no cabe más que esperar que con la nueva mesa el espíritu faccioso que asomó esta semana se apague y que en vez de que la función continúe, el espectáculo, como con toda razón lo llamó el profesor Agustín Squella, no se repita.

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