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Columna
de Amanda Kiran
El balón de oro
Viernes 30 de mayo de 2003, 12:05
Me aceptaron
Eso pensé,
fui aceptada entre dos hermanos y la pelota nueva. José no
se despega de su pelota, es su tesoro, su mejor inversión;
le costó meses de mesada y este domingo la estrenaría.
Duerme con ella, la limpia todas las mañanas desde que la compró,
por ahora es su vida. Le llama la "pelota dorada". Es negra
con blanco y con su inmensa marca Nike en el medio.
Yo fui invitada, como extra. Es que yo soy mujer, la más chica,
la más molestosa. Les faltaba un arquero para esa tarde; eran
solamente ellos dos, José y Matías. Querían hacerse
pases y tirar al arco.
Entonces nació el diálogo.
-Bueno, llevemos a la Amanda
-¿Tú crees?
-Sí, igual tiene buenos reflejos.
Así partió la invitación a la inauguración
de la pelota más importante en nuestras vidas. A esa edad no
te molesta que te utilicen, no te va ni te viene saber que si hubiese
alguien más, te substituirían; no te llama la atención
que no te necesiten, sólo eres parte de algo, y lo vives con
todo, sin importar lo que dure. |
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Eso era lo que sentía mientras intentaba atajar los feroces pelotazos
Era exactamente lo que sentía cuando empezó a moverse el
suelo. Un domingo de marzo de 1985.
La plaza, los árboles, el barro en nuestras manos, todo se movía,
y se movía cada vez más fuerte. Empezaron a formarse grietas
en el suelo, los edificios se juntaban, casi abrazándose entre
sí; era un temblor, de aquellos que se transforman en terremoto.
José
y Matías me tomaron del brazo fuerte y me pusieron entre ambos.
Yo, que en ese instante tenía la "pelota dorada" en mis
manos, la dejé caer sin pensar, sin poder reaccionar, sin darme
cuenta que se iba de mis manos.
Y la observé alejarse, separarse de mí y de mis hermanos,
cada vez más
A ellos parecía no importarles, a ellos
sólo les preocupaba protegerme a mí, y llevarme a casa.
En eso aparecieron mis padres, corriendo, asustados, desesperados por
abrazarnos y llevarnos a la casa. José no me soltaba, Matías
ya estaba llorando. Yo en cambio, no sabía lo que era un temblor,
menos un terremoto, sólo veía el cemento como tobogán
furioso, la gente corriendo entre gritos, los perros ladrando a todo pulmón
y los pájaros en el suelo, como en búsqueda de algún
tesoro. Era un circo, y todos éramos parte de él.
Mi mayor y única preocupación, la pelota. La de cuero, la
blanca con negro. La "dorada". Cuando traté de explicarle
a mi mamá que no nos podíamos ir sin ella, ni me escuchó;
mi hermano ya la había dado por perdida y había optado por
protegernos a Matías y a mí.
Yo debía demostrarle mi agradecimiento, debía premiar a
mi héroe en silencio, debía encontrar su pelota, y con ella
demostrarle que había valido la pena su elección. Entonces,
corrí, me separé de la manada, tuve que volver a la plaza,
antes de que los escombros pudieran confundirme aún más.
Mientras mi padre y hermanos se deshacían en gritos, yo corría,
y escuchaba
-Amanda!
Vuelve!
¿A dónde vas? Debemos volver
a la casa ahora!
Yo corrí, corrí lo más veloz que pude, y entre respiraciones,
miedos, desafíos y gritos, la vi. Estaba tapada de barro, y bajo
muchas hojas y ramas que habían caído en ese rato; pero
estaba allí, esperando por alguien que la sacara del hoyo, que
le volviera a dar vida luego de este momento de desesperación y
pánico, alguien que volviera a ser feliz junto a ella.
Ese tenía que ser mi hermano. Así que la tomé, la
abracé, y se la llevé.
Ella cobró vida para mí, era un símbolo. Fue un puente
entre José y yo, un puente indestructible que llevamos dentro.
El optó por mí, y yo adoro pensar en eso. A esa edad a veces
se pueden perder los parámetros, y él no los perdió;
tampoco yo.
La pelota Nike está junto a varios osos y juguetes de su hijo mayor,
Sebastián. La tiene todavía guardada, de recuerdo, casi
de trofeo.
Sebastián de vez en cuando la toma, y a penas la agarra le dice
a José:
-Papá, ¿cómo es la historia de la "pelota de
oro"?
Amanda Kiran
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