Abogado, escritor, periodista, académico, diplomático. A José Rodríguez Elizondo cuesta encasillarlo. Su inquietud intelectual lo ha hecho merecedor de decenas de reconocimientos —entre ellos el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2021—, pero, sobre todo, lo ha posicionado como un importante observador de la realidad nacional y latinoamericana.
No es extraño entonces que este "extremista de centro", como él mismo se ha llamado, siga de cerca la Convención Constitucional. Su nombre, hace una semana, estaba entre quienes suscribían la carta de "Amarillos por Chile", donde más de 70 personalidades hicieron un crítico análisis del trabajo de la Constituyente y plantean que quienes votaron Apruebo podrían quedar sin otra opción posible que la de rechazar el proyecto de Carta Fundamental.
—Cuando la Convención llevaba poco de funcionamiento, usted señalaba que pese a los primeros meses "alborotados", mantenía esperanza en los convencionales. Pero hace una semana suscribió la carta de "Amarillos por Chile". ¿Qué cambió en estos meses?
—Cambió esa esperanza y hoy tiendo a la desesperanza. En lo fundamental, porque percibí un viejo y conocido talante sectario en los convencionales mayoritarios y un tácito rechazo a nuestra historia real. Actúan con base a una "historia justa", la que debió ser. Por eso, no priorizo sus propuestas temáticas que se vinculan con tecnicismos e ideologías superadas. Pongo el énfasis en un tema que me parece central: el supuesto "principio de plurinacionalidad". Tal como se está tratando, es un tema que cambia a Chile de cuajo. De aprobarse, coexistiríamos con una quincena de unidades nacionales con poderes, burocracias y recursos que exceden el concepto de descentralización y se acercan a la autarquía. Así, me parece inoficioso entrar al análisis de sistemas de un Chile que sería residual.
—Esta semana se conoció otra carta a la Convención, firmada por Gastón Soublette, Adriana Valdés, María Teresa Ruiz y Felipe Berríos, en la que "imploran" a los convencionales que busquen acuerdos amplios, tengan una visión amplia, superen prejuicios y eviten la polarización frente al plebiscito de salida. ¿A qué cree que se debe que comiencen a multiplicarse estos llamados a los constituyentes?
—No puede ignorarse el mérito catalítico de la iniciativa de Cristián Warnken y sus "amarillos". Surgió cuando el país parecía anestesiado en un laboratorio del realismo mágico. Por eso, me alegra esa carta que menciona. La firman chilenas y chilenos eminentes. Incluso me gustaría que surgieran otras de ese tipo desde todas partes, con distintas maneras de llamar a la cordura y distintos llamados a no echar por la borda el país que tenemos en aras de un país distópico.
—Ambas cartas fueron recibidas por los convencionales de forma muy distinta. Mientras a los "amarillos" se les pidió restarse del debate, a los segundos se les reconoció como un aporte. ¿Es eso, a su juicio, una muestra de cómo facciones radicalizadas estarían ignorando a un sector político?
—No veo a los amarillos como representantes de un sector político. Yo no lo soy. Rechazarlos por sospecha refleja una politicidad sectaria, rústica y autocomplaciente, orientada a dividir a quienes critican lo malo que está sucediendo en sede constituyente. Paradójicamente, es un reconocimiento de la preocupación que les causa el crecimiento exponencial del amarillismo. Los convencionales ilustrados tal vez sepan que la emergencia del escritor Warnken tiene un precedente notable: cuando no había políticos que sacaran del marasmo del socialismo real a Checoslovaquia, apareció la figura del dramaturgo Vaclav Havel con un movimiento conocido como Carta 77. La historia tiene este tipo de astucias.
—La carta de los "amarillos" advierte que, sobre todo en Latinoamérica, la historia ha demostrado que los intereses refundacionales han traído más sufrimiento y pobreza. Para usted, que ha sido observador de la región, ¿qué ejemplos habría que mirar con cuidado?
—"Refundación" es un eufemismo para evitar la palabra "revolución". Refleja un reconocimiento soslayado de que las revoluciones reales de la región, comenzando por la de Cuba, distan de ser un modelo viable o envidiable. Sin embargo, como la política no es necesariamente racional y también se hace con sentimientos, esa realidad no mató el romanticismo de los jóvenes politizados. Indignados con la performance de la mayoría de nuestros políticos profesionales, de izquierdas y derechas, hoy tratan de ejercer una acción revolucionaria sin modelo confeso, con opciones temáticas y sin respaldo teórico. Quizás sin saberlo, buscan el viejo "hombre nuevo" del viejo marxismo, para instalarlo en un "Chile nuevo".
—Usted fue testigo de la asamblea constituyente en Perú, que no estuvo exenta de conflictos. ¿Qué lecciones debiese sacar Chile de la experiencia peruana?
—Un proceso tan notable como desconocido. Fue convocada en los años 70 y elegida democráticamente, con cero faltas, durante la dictadura del general Francisco Morales Bermúdez… que por algo la definía como "dictablanda". Presidente de esa asamblea fue Víctor Raúl Haya de la Torre, decano de los exiliados de la región y fundador del Apra, partido paramarxista, considerado enemigo histórico por los militares. Esa asamblea estuvo en la base de un promisorio sistema de partidos y produjo una Constitución que fue modélica para los centroizquierdistas y muy aceptable para el resto. Una genuina "casa común". Tras las elecciones, ganó la Presidencia el centroderechista Fernando Belaúnde… ¡el mismo que había sido derribado por un golpe de Estado militar!
Por lo mismo, no fue un paseo político. Conflictos hubo. El principal: la dualidad de poderes que protagonizaron la asamblea elegida y los militares de la dictadura. Un sector del Ejército quería asegurarse cupos en la asamblea, establecer limitaciones a la libertad política de los constituyentes y competir en las elecciones con un general en retiro. Todo se resolvió gracias a la sorprendente habilidad del dictador y a la sabiduría política de Haya de la Torre. Lección para Chile: los liderazgos dialogantes entre el gobernante militar y el líder aprista de la Asamblea, con base en el interés superior del país. Eso favoreció una transición política a la democracia.
—Hace ya más de una década, usted era crítico de la clase política y hablaba de una decadencia de las democracias. ¿Estamos viviendo esa decadencia?
—Esa preocupación viene desde que yo era estudiante de Derecho, en el gobierno de Frei Montalva. Durante el gobierno de Salvador Allende escribí sobre la tenaza intervencionista que socavó su presidencia: la derecha dura de Richard Nixon desde los EE.UU. y la intrusión sistemática —y permitida— de Fidel Castro. Ahí no solo hubo decadencia. Nuestro 11-S marcó el fracaso total de la democracia chilena. En 1991, retornado a Chile, escribí sobre la encomiable renovación de las izquierdas, con base en el escarmiento y la aceptación de que en una democracia se debe gobernar para todos. Pero, una década después, preví que la democracia no se consolidaba porque estábamos entrampados en "el subdesarrollo exitoso" de la Concertación. En estos últimos años, no llevo la cuenta de los papers, columnas y libros en que he planteado que nuestra democracia caminaba al borde de una cornisa. Cuatro conclusiones: 1) La decadencia de nuestra clase política era un hecho visible a leguas de distancia. 2) Por lo mismo, los políticos no asumieron la necesidad de consolidar la democracia. 3) En un Chile donde no se lee, los escritores críticos rara vez son apreciados, y 4) entre los políticos escasean los pensadores.
—¿Es la Convención Constitucional o, en definitiva, la redacción de una nueva Constitución, la forma de salir de esa crisis?
—Fue la solución in extremis de una clase política que vio, demasiado tarde, que podía perder todos sus privilegios. Nunca generó el mínimo consenso para impulsar, de consuno, una "casa común". Para los insurrectos sin organización visible, fue un truco del oficialismo para paralizar la revolución en desarrollo. Para los distintos partidos sistémicos fue un dilema poético: "si asumo el tema constitucional, me muero y si no lo asumo, me matan". Para los políticos antisistémicos fue una paradójica nueva oportunidad que les brindó el sistema. Junto con eso, la desprolijidad con que los parlamentarios elaboraron los protocolos del caso nos dejó sometidos a una elección presidencial "rara" y a una Convención Constitucional con más carácter identitario que vocación política.
—La Convención aprobó que "Chile es un Estado regional, plurinacional e intercultural" y que se debe proteger y respetar la autodeterminación de los pueblos originarios. ¿Qué implicancias geopolíticas podría tener esto, considerando que desde Bolivia, por ejemplo, Evo Morales impulsa una "América plurinacional"?
—Lo dicho: es el tema fundamental. Tal vez solo los geopolíticos y estudiosos de la estrategia comprenderán que constitucionalizar el "principio plurinacional" implica, ipso facto, un debilitamiento profundo del Estado que tenemos. Una suerte de harakiri enmascarillado. Grave, porque somos un país con una configuración geopolítica complicada, derivada de la expansión territorial que tuvimos tras la Guerra del Pacífico. A mayor abundamiento, porque nuestra fe mística en la santidad de los tratados de límites nos ha bloqueado el desarrollo de una diplomacia negociadora. Por último, porque Evo Morales sigue en campaña contra Chile y nos presenta como "el Israel de América Latina". En esa línea y con el aparente beneplácito del Presidente Luis Arce, ya ha insertado la plurinacionalidad como parte de una nueva estrategia recuperacionista. Por eso, la diplomacia peruana lo paró en seco.
—Si bien en lo aprobado se estableció la prohibición de secesión territorial, ¿podría esta autodeterminación de los pueblos originarios terminar modificando los límites de la América andina?
—Cualquier burocracia tiende al crecimiento en su medida de lo posible. Imagínese si, en vez de burocracias, se trata de naciones con legisladores propios, justicia aparte e intereses diversificados. Es un excelente hábitat para querellas internas y, también, para intentar diplomacias que no coincidan con el interés nacional de Chile... o de lo que quede de Chile.
—Poco se ha hablado hasta ahora de defensa y diplomacia en la Constitución, pero usted ha señalado que ambos temas son de suma importancia. ¿De dónde surge su preocupación?
—Nuestros políticos no suelen interesarse por los temas de la defensa ni de la política exterior. Electoralmente no son rentables. En este caso y por lo dicho, la despreocupación está llegando a un nivel peligroso. Por ejemplo, nuestra Cancillería ya no podría manifestarse con la rapidez que demandan los avatares de los conflictos, pues invertiría mucho tiempo en interconsultas o polémicas con otras unidades nacionales. Nuestros militares tendrían que redesplegarse de una manera disfuncional, en territorios bajo control de poderes diversos. Otras naciones dentro de Chile pueden tener interpretaciones diferenciadas sobre los sucesos del exterior. Por esto, los países con sistemas federales nunca descentralizan los temas de la Defensa y de las relaciones internacionales.
—Como analista de temas internacionales y exembajador, y considerando que Chile no pocas veces ha tenido conflictos con sus vecinos, ¿qué cuidados debiesen tener los convencionales para no afectar de mala manera la relación con la región?
—Lo primero es algo que vengo planteando hace décadas: debemos contar con una Cancillería de extrema profesionalidad, capaz de dialogar y negociar, sin delegar ese rol en los jueces internacionales. Ignoro si el tema está en la agenda de los convencionales. En paralelo, no debemos levantar políticas que afecten la profesionalidad de los militares, como correlato de una mala relación con un sector de la civilidad, derivada del golpe de 1973. Clavarse en ese resentimiento es soslayar que, en la fecha, la mayoría de los actuales oficiales ni siquiera había nacido.