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Columna
de Amanda Kiran
Recorrido en un sentido
Viernes 23 de mayo de 2003, 13:39
Subimos el primer escalón
y ya nos estábamos matando de la risa. Si, es cierto, a esa
edad uno se ríe de todo y de todos.
Era una micro, la Catedral 7A, la que nos llevaba a mi casa. Katy
y yo andábamos juntas para todos lados. Bien amigotas. Las
mejores.
La micro estaba casi llena, pero quedaban dos asientos uno al frente
del otro, y ahí nos fuimos, copuchando a gritos para poder
escucharnos, comentando de todo y riéndonos de la vida.
Eran las seis de la tarde de un viernes. En mi casa nos esperaba una
rica comida, y una película de video. Ella venía del
extra curricular de biología, y yo de deportes. Estaba con
mi buzo, pero recién duchada; no nos dejaban irnos sin la ducha,
y la vieja de volleyball era ultra estricta, de terror.
Katerina, en cambio, toda una ejecutiva, con sus lentes bien puestos,
su pelo ordenado y su uniforme con olor a Koral. Una dama.
Al ir camino a casa, se subieron dos viejitas, muy ancianas, que se
ayudaban mutuamente. Nos levantamos al segundo y les dimos los asientos.
Ellas sonrieron encantadas y se sentaron sin escuchar mucho nuestras
risas colegialas.
Caminando hacia el fondo de la micro mi amiga me comenta: "Oye
Amanda, así nos vamos a ver nosotras a los ochenta". |
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"¿Tú crees?", respondí.
"Sí, me volvió a asegurar, sólo que tú
vas a andar con buzo, y yo, de falda escocesa, como mi mamá
".
Y prosiguió: "Tú me vas a ayudar a subir a la micro,
pero yo te la voy a pagar
".
Reímos en conjunto de solo imaginar ese momento. Reímos
de la amistad y de los sueños, reímos porque ese momento
se veía demasiado lejos, y nosotras estábamos en plena adolescencia.
Al bajarnos de la micro, las viejitas nos miraron con ternura desde la
ventana, y yo me imaginé ahí, feliz, acompañada.
Abrazadas, caminamos la siguiente cuadra cantando "tus viejas cartas"
hasta que llegamos a mi casa.
Pasaron
varios años para volver a tomar aquella micro, ese mismo recorrido,
esa misma estación y situación, sólo que ahora los
buses son sólo amarillos, tienen un puro número que los
identifica y ni en sueños dice Catedral 7A.
En general no tomo más micros, tengo una camioneta. Pero ese día
fui a correr a La Reina, y dejé el auto por ahí estacionado.
La idea era correr de vuelta hasta él, pero se me hizo tarde y
ya quería volver a la ducha caliente, por lo que me detuve antes
y tomé la micro para acercarme a él.
Fue ahí cuando me vino toda esa tarde a la memoria, ese trayecto
en segundo medio, esos ideales, esos recuerdos. Ya han pasado diez años,
y como producto de la magia que viene con aquellos días, estaba
al fondo del pasillo nada menos que mi amiga Katy.
Apenas me vio, corrió la vista. Apenas me vio, quiso bajarse, correr,
escapar y lo noté. No tuve más que esconder mi alegría
de verla, y me hice la desconocida, la transpirada, la invisible.
Alcancé a ver que andaba con un hermoso traje de seda de dos piezas,
a diferencia de mi buzo. También noté sus bellos anteojos
con marco delicado, y su pelo siempre bien tomado, sus ojos pintados,
a tono con su piel semitostada y sus delicadas manos acompañada
por varios anillos finos.
Yo, en cambio, sudada hasta los pelos, con un moño desordenado,
las zapatillas regalonas y la sola ilusión de poder saludarla,
contarle de mí, de lo que hacía con mi vida.
A su lado, un hombre extraño, mayor, sospechosamente mayor, con
pinta de jefe. Era raro verla a ella en aquella micro, más raro
verlo a él. Sentí que querían pasar inadvertidos,
y su decisión no fue la mejor. Yo me sentí mal, pésimo,
los sueños rápidamente se desvanecieron, y no me sentí
tan niña. Aunque quería serlo.
Estaba en medio de gente adulta, llena de complejos y de intrigas, llena
de rodeos innecesarios, llena de traiciones y descalabros. Estaba dentro
del pasado, en el presente olvidando el pacto, olvidando nuestra vida
a los ochenta años; ya estábamos bajo otro idioma, y lo
que hace diez años atrás fue un pacto de amor y amistad,
hoy era un problema y una vergüenza.
No la volví a ver, nunca más, y no he vuelto a saber de
ella.
Debajo de mi ducha lloré largamente. Por mucho rato, hasta que
me compuse. No estaba triste por mi amiga, si no or mí. Tuve miedo
de no recordar hoy, lo que tal vez soñé ser ayer.
Me asustó pensar que había olvidado algo importante, tal
vez mis propios ideales, cuando estos venían directamente del corazón.
Amanda Kiran
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