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Columna
de Amanda Kiran
Sofía
Viernes 11 de abril de 2003, 11:41
Llegamos a las siete. ¿Por
qué? Si yo ni siquiera quería ir. Igual estaba ahí,
frente a la puerta, más encima cerrada.
Abrían a las ocho.
La loca de la Sandra se obsesionó con el tema, quería
ir a ese lugar.
Es un restaurante, bastante caro, y por ende "fino" donde
además de comer, le ven las cartas a cinco mujeres por noche,
yo era la quinta, por el orden de llegada.
Sí, habían otras tres locas obsesas, parecidas a mi
amiga Sandra. Era una cena esotérica, aunque el dueño
del lugar detesta que confundan su fino restaurante con un centro
de brujería, pero al final eso es. Al menos para mí.
Nos sentamos apenas abrieron. La misión ahora era esperar mientras
comíamos.
Sofía, la denominada bruja, debía atender a las otras
tres mujeres primero. Lo entretenido de todo esto es que con la Sandra
siempre hay tema, siempre hay risas, siempre hay equilibrio y entretención,
así que, en ese sentido, no me importaba esperar.
Sinceramente estaba un poco nerviosa, ya que nunca había accedido
a verme las cartas, ni las manos, ni la suerte ni nada, no creo en
esas cosas. |
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Mi
idea era acompañar a mi amiga y listo, pero se dio que sobraba
este cupo, y me convenció.
Luego de una entretenida y riquísima comida llamaron a la
Sandra, le tocaba bajar. Sofía leía las cartas en el subterráneo
del lugar.
Yo, mientras la veía descender, agarré una enorme servilleta
y me puse a recordar cosas, e imaginar qué le podía preguntar.
No se me ocurría, sólo comencé a retroceder en el
tiempo y a vivir mi vida nuevamente, me sorprendí de recordar tantos
buenos pasajes de mi vida, uno se acostumbra a olvidar que el pasado existió
y se ciñe al presente, y fue grato darme cuenta que llevo una exquisita
vida hasta ahora.
A mi alrededor, las personas me observaban, los camareros me ofrecían
miles de cosas, y la bulla mezclada con la música me acompañaban
con bastante tino, me sentía bien.
De pronto siento moverse la silla de mi mesa, levanto la cabeza
Era la Sandra, con sus pardos ojos, bastante rojos e hinchados. Ya habían
pasado casi cuarenta minutos.
En un segundo quise retroceder a mi servilleta, volver a los pliegues
blancos que escondían mi pasado. No se podía.
-Te
toca, me dijo.
-¿Estás bien?, le pregunté.
-Mas o menos. Un poco triste. Pero más clara.
-Me entró pánico. ¿Quién quiere pagar por
ir a sufrir? Yo no, y ahí estaba, caminando hacia la escalera del
subterráneo, sin creer, pero bastante afligida.
-¿Por qué no me habré quedado viendo el partido de
fútbol Chile-Perú? Eso pensé. Ya era tarde.
Al caminar, las palabras de mi amiga me retumbaban en la cabeza, como
un bombo del nacional, eran sordos los demás ruidos, sólo
la frase "un poco triste" me daba vueltas.
Mientras bajaba, empecé a sentir el olor del incienso, las velas,
la luz tenue, la escalera semiluminada, y más abajo, Sofía.
Gorda, joven, ojos claros, pelo castaño, más parecida a
una química farmacéutica que a una bruja preparada para
decir el futuro. Me tranquilicé, volvió a mí la seguridad
y bajé más decidida. Nada me podía pasar, sólo
frases, nada más.
Cuando llegué abajo, a su lado, la saludé...
-Hola, me llamo Amanda.
-Si sé -me respondió-. Amanda Kiran, ¿cierto? Siéntate
ahí.
Cuando dijo mi apellido debo haber empalidecido mucho, demasiado tal vez.
Me sentí flaquear, sentí como mis piernas casi no respondían.
Quería salir corriendo.
Al parecer, reconoció en mis ojos esa actitud de pánico
y me dijo: "Tranquila Amanda, tu amiga Sandra me dijo tu nombre",
y prendió un cigarrillo.
Esperamos a que me volvieran los colores a la cara, y junto con el agua
con azúcar de emergencia que bailaba en mi mano, me pasó
el mazo y así di vuelta la primera carta.
Amanda Kiran
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