Columna de Amanda Kiran
Noche aislada
Martes 22 de abril de 2003, 18:59

Cuando abrí los ojos estaba sobre la tabla. Mojada, empapada y casi congelada. El traje no me abrigaba, se me había pasado entero, y mi cuerpo casi no respondía.

Estaba muerta de susto, y sobre mí sólo veía la luna enorme, redonda, blanca y compañera para iluminar esa larga noche que me esperaba. Solo a mí se me ocurre aprender a navegar en windsurf un atardecer de abril.

Lo único que recuerdo, es que logré levantar la vela con mucho esfuerzo, y el mástil se quedó vertical junto a mí, como un perro fiel, sin dejarme caer. El viento hizo el resto.

Rápidamente me creía la dueña del mundo y comencé a avanzar de una forma demasiado veloz para ser la segunda vez que me subía a una de estas estúpidas tablas. No pensé que en menos de diez minutos, me encontraría dentro del agua sin ver a nadie, ni siquiera la playa.

Los que me habían arrastrado a este tonto deporte se me habían perdido. Estaba ya dentro del mar, a su merced y muy asustada. Empecé a subir nuevamente el mástil, para intentar devolverme, pero no sabía
para que lado partir, esa sensación se sentía terrible. Estaba desesperada.

Nunca había estado tan solitaria y perdida en la vida.
 
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Mis instintos me llevaron a seguir levantando la vela y andar hacia el lado contrario al que me resultaba más fácil, pensando que era el opuesto al que salí, pero para mi mala suerte el viento había cambiado, sólo para confundirme.

Fue entonces cuando me caí, en el quinto intento, y el mástil se me desplomó encima. Perdí el conocimiento, pero por suerte caí sobre la tabla. Media hora después fue cuando el frío y la luna me abrieron los ojos, para que no sufriera una hipotermia.

Reaccioné - siempre asustada - a mover los brazos y empezar a nadar hacia alguna orilla. La luna dejaba entrever que no muy lejos brillaban unas hojas de árboles. Parecían nalcas, o algo así. Eso creía yo.

No era nada de eso. Al acercarme me di cuenta que era una isla de rocas, y lo que brillaba era nada más que excremento de gaviota. Me costó tanto llegar hasta ahí, fueron más de setenta minutos nadando, aleteando, llorando.

Así que cuando pude pararme sobre esta isla, fue realmente un oasis. Nunca pensé que el excremento de las gaviotas me parecería un oasis.

Subí la tabla lo más que pude y no le solté la vela, que aunque pesaba una tonelada, podía servirme para navegar de vuelta a la mañana siguiente. Decidí, por lo mismo, quedarme ahí, acompañada por la luz de esa tremenda luna, que de verdad no voy a olvidar, y una roca que me hizo de cama con su mejor forma.

Fueron horas eternas, aproveché de cantar, de soñar, de pensar que es lo que quería hacer llegando a tierra firme. Pensé en todo, y en todos, hasta que por fin me dormí.

De pronto, la luna se transformó en calor, y su color blanco empezó a ser naranjo hasta que fue amarillo potente. Me llegó la energía de vuelta, lo que me faltaba, cielo azul y sol. Calor, calor del más pleno, ese que llena los pulmones de energía para seguir la lucha.

Agarré la tabla, me tiré al agua, levanté la vela y como la mejor profesional, seguí camino hacia la playa de donde salí.

No sólo no me venció este nuevo deporte, si no que le gané al desafío, a la lucha, al frío, y lo mejor de todo, al miedo y a la oscuridad. Le gané a mis propios fantasmas, que hoy se hicieron mis amigos, para seguir mi vida adelante.

En la playa estaban todos, hasta los pacos. Las sirenas, las balizas, las luces de pánico, mis padres. Se sentía como si la muerte estuviera en secreto sobre ellos. Pero no sobre mí. Yo llegué, y llegué más viva que nunca.

Amanda Kiran

 
   
   
     
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