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espalda, y más encima, recibir la burla de las otras tres, que llevaban
un buen rato, recostadas esperándonos, tirando el comentario atinado... -Chi, que se demoraron... Pero la experiencia no tenía comparación con nada. Armar la carpa con tus compañeras, disfrutar sacando un centenar de fotos, con los miles de colores que iluminaban el sur, preparar los tallarines contra el tiempo y contra cinco bocas que no daban más de apetito, todo tenía un sentido. Todo era digno de comentar. Llegamos el octavo día al lugar que más nos gustó, Cucao. Esta parte de la isla lo tenía todo, mar abierto, dunas, río, sol, lluvia, mucha gente de todos los tipos, de diferentes países, un hermoso puente, caminatas y parques, era un lugar casi perfecto, casi el Paraíso. Si en
algo nos identificamos las seis fue en la fascinación que nos produjo
llegar ahí. Incluso decidimos cambiar el itinerario, y quedarnos
varios días más. El lugar lo ameritaba.Armamos la carpa en el sitio de don Matías, quien nos arrendaba el lugar por trescientos pesos. El y su señora nos preparaban un pan amasado increíble, y todas las tardes pasábamos un rato a su casa, a comernos el pan con mantequilla, al lado de su horno a leña con una buena conversa de momentos perfectos. Las mañanas eran deportivas, desafiábamos a quien se nos cruzara por delante a hacer cualquier cosa. Todo estaba bien, hasta que esa estúpida mañana, la soberbia se nos subió sobre los hombros y desafiamos a nuestros vecinos, seis universitarios en una ridícula carpa de género naranja, muy antigua, que jugaban con una pelota de fútbol. -Oigan, ustedes, sí, ustedes seis, los de la carpita de género Los desafiamos a una pichanga. Ellos no sonrieron, fueron carcajadas, eso nos impulsó más, nos picó, nos llevó a la locura. -¿Ah sí, se ríen? Les apostamos su ridícula carpa, contra la nuestra que les ganamos. Dos tiempos de diez minutos. -Vale, gritaron. Los arcos, marcados con botellas; la cancha, delimitada con piedras; el público, un sin fin de mochileros que no entendía el desafío y -para ser franca- creo que nosotras tampoco. Empezó el primer tiempo, y se demoraron dos minutos en meternos el primer gol, nosotras un poco más en empatarles, pero duró poco. Tres a uno, cuatro a uno, cinco a uno, nos vapuleaban, no sabíamos qué hacer, no teníamos por dónde. Metimos el 5-2, más que nada por el honor, que estaba fondeado tras la humillación. Terminado el partido, rápidamente, sin mucha ceremonia, doblamos la carpa y guardada en su bolsa se las pasamos, esperando una respuesta de perdón, la cual nunca llegó. Éramos unas cuicas odiosas y nos merecíamos el castigo. Humilladas, no logramos agarrar el bus para irnos de Cucao a Puerto Montt, y quedamos atrapadas en esta isla en el poto del mundo, sin carpa y sin orgullo alguno. La noche cayó, y con ella, la peor lluvia de todo el verano. Cuando ya fue tarde, don Matías quiso acostarse y nos exilió de su casa, y ahí quedamos, al desamparo y la humedad. Nos pusimos bajo unas nalcas, esperando que bajara la intensidad de la lluvia, pero no ocurrió. Fue, entonces, cuando con un haz de luz se abrió la carpa de género, naranja fuerte, y sin mucho cariño se oyó... -Si quieren, duermen aquí, con nosotros. No hubo discusión alguna, en menos de un segundo éramos doce personas en una gigantesca mansión de género naranja, que nos parecía adorable. A la mañana siguiente, el sol nos despertó y con él, las ganas de irnos para la casa. Sin abrazos ni cariños, dijimos adiós. Camino de vuelta, no sabíamos por qué pero nos sentíamos más livianas, varias cosas habíamos aprendido. Al llegar al terminal, nos esperaba el papá de la Romi. -Hola niñas, ¿qué tal, las ayudo? ¿Y la carpa? ¿Dónde está la carpa Romi. -La perdimos, papá... Luego nos miró a las cinco y dijo. -&%%$#!... junto con el orgullo. Amanda Kiran |
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