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Shakespeare, el fenómeno
Por Jaime Collyer
Revista El Sábado, El Mercurio. Sábado 10 de abril de 1999

Sus múltiples biógrafos se queman hasta hoy las pestañas rastreando nuevos datos que justifiquen su itinerario deslumbrante, o les sirvan incluso para destronarlo. Uno de sus rivales en la dramaturgia decía que era el mayor genio habido jamás en lengua inglesa, pero no de una época, sino para siempre. Es Shakespeare Superstar, el nuevo rey de los mass media, a quien no en vano la BBC acaba de proclamar el artista del milenio.

Pocos le ganan a Spielberg en la noche de los Oscar. Pero el viejo Shakespeare acaba de lograrlo, con la muy laureada Shakespeare apasionado, un film que recrea, con el humor del biografiado de fondo, las idas y vueltas de su inspiración desbocada, cuando escribía el desencuentro tan irreparable de Romeo y Julieta.

Que sea, o no, un fiel reflejo de su vida y amoríos es ya otro cuento. No es fácil, de todas formas, atenerse a los hechos con el buen Shakespeare, quizás porque los hechos resultan, en su caso, más porfiados que nunca, escurridizos, básicamente inasibles. Que nació en 1564 y un 23 de abril, en pleno Renacimiento inglés, parece un gesto definitivo de su parte, lo único de fiar. Todo el mundo nace alguna vez, todo el mundo se muere, normalmente en ese orden. Se dice que su padre era un comerciante más o menos estable de Stratford-upon-Avon, un fabricante de guantes. Su vida no fue el clásico discurrir de los harapos a la riqueza, pero tampoco asistió con demasiada asiduidad a la escuela. Muchos se preguntan, hoy, cómo fue posible; cómo pudo ser que ese individuo de formación endeble, nacido en un pueblito ínfimo y alejado de Londres, falto del linaje que a otros muchos les posibilitaba el roce con la alta cultura, cómo fue que un individuo así, un hombrecito de tan pocas luces, llegara a escribir la seguidilla de obras capitales que hoy le conocemos; ésas que fueron perfilando, con sutileza, nuestro acervo contemporáneo. En El canon occidental, Harold Bloom, idólatra confeso de la gran proeza shakespereana, postula que el dramaturgo es hoy, junto al Dante, el canon estético por excelencia. Vale decir, un modo habitual de contar la experiencia, eso a lo que todos aspiran; dueño de una mirada singular y al mismo tiempo universal.

Shakespeare trasciende, al decir de Bloom, a las diferencias étnicas o culturales: cualquiera que acuda hoy a ver representadas sus obras (lo mismo un jefe zulú que un ejecutivo de Wall Street, a este último si le da el tiempo), se identifica con su temática; vive la sensación deslumbrante de que lo representado es parte de su experiencia. Shakespeare seguirá explicándonos eternamente, dice Bloom, en parte porque nos ha inventado él mismo.

El aludido despiste de sus biógrafos nos lo presenta, en ocasiones, como un individuo perfectamente normal: como un Shakespeare de vida burguesa, sin deslices, inmerso en un matrimonio feliz, como un administrador razonable de sus pocos bienes. No fue un guerrero ni un intrigante, dice el escritor argentino Marcelo Figueras, no conoció Copenhague, Roma o Venecia; jamás naufragó o quedó varado en una isla. Es esta discreción proverbial lo que ha llevado a muchos de sus comentaristas a pretender negarle, incluso, la autoría de sus obras.

El muy intrincado Sigmund Freud fue uno de tales: de los que pusieron en duda sus dones, postulando el origen incierto de su obra. Curiosa paradoja: a fin de cuentas, el propio psicoanálisis estaba en buena medida latente en los desvaríos escénicos del sagaz Shakespeare: en la nebulosa mental que circunda a muchos de sus protagonistas. Borges, siempre tan deslenguado, fue más generoso que el padre del psicoanálisis. Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, dijo en una frase reveladora. Hegel y Nietzsche en menor medida se rindieron ante su genio, sumando su entusiasmo al que antes le habían tributado Keats, Coleridge o Victor Hugo.

Noches de ultraje

A los 18 años, contrajo matrimonio con Anne Hathaway, la hija de un próspero empresario agrícola de su pueblo natal, ocho años mayor que él, con la cual tuvo tres hijos. Poco sabemos de su vida conyugal: tan sólo que uno de sus vástagos, de nombre Hamnet, murió a la edad temprana de 11 años y que ello dejó, con seguridad, una huella profunda, una herida sin restañar, en su espíritu discreto. En 1585, sucumbió a la tentación comprensible de Londres y se trasladó allí para emprender su carrera de actor y dramaturgo, un novedoso infiltrado como nos lo muestra con acierto Shakespeare apasionado en la farándula y entre las gentes de teatro, oficio que, por entonces, se consideraba indigno de las altas esferas y también de las damas. En 1592, era ya conocido en el ambiente como dramaturgo. Robert Greene, un rival suyo en esas lides, alude a él en términos poco halagüeños: Es un cuervo presuntuoso, que aspira a embellecerse con nuestras plumas....

De este período datan algunas de las ambigüedades que rodean, adicionalmente, a su vida íntima. Afín por temperamento, o por simple pragmatismo, a la elite londinense, pronto se convirtió en protegido del Conde de Southampton, al que muchos especialistas en los errabundeos shakespereanos postulan como el destinatario ambiguo de los encendidos Sonetos. También a este respecto ha habido ríos de tinta, que buscan, todavía hoy, desentrañar el enigma. Katherine Duncan-Jones, encargada de reeditar no hace mucho los Sonetos, sugiere la homosexualidad resuelta del bardo de Stratford, aunque el objeto de su devoción fuera, según ella, el Conde de Pembroke y no su mecenas habitual. Otros especialistas han preferido matizar todo el asunto.

Eve Sdgwick, por ejemplo, considera los Sonetos como una expresión clara de las vicisitudes que un hombre experimenta con una única aventura de esa índole en toda su vida. Es, desde cierta perspectiva, una tradición muy inglesa. Lawrence de Arabia, por citar sólo un caso, escribió en sus memorias, a propósito de las vejaciones sufridas una noche a manos de la oficialidad turca: Pasé una noche de ultrajes y experiencias notables, como no las recordaba desde mis tiempos de Oxford.

Londres marcó la etapa más productiva de Shakespeare. Transformado, a poco andar, en empresario teatral, llegó a estrenar un promedio de dos obras por año en el Globe Theater, sin mencionar su propia labor actoral; en épocas propicias, cuando el teatro no estaba clausurado a raíz de las deudas impagas o la peste, hizo un centenar de papeles menores en una única temporada.

A los treinta años escribió Romeo y Julieta, dando claras muestras de su precocidad. Muchos la consideran una pieza menor, comparada con su obra posterior, pero es un equívoco, y cuestión de gustos, en última instancia. Nadie que la haya leído en su época universitaria fue mi caso queda impertérrito, o indemne a su influjo, en esa época tan grandilocuente de la propia existencia, cuando parece efectivamente posible morir de amor, dar la vida por quien nos escoge arbitrariamente para sus rituales a solas y sus ensoñaciones lúbricas. La tragedia del joven Montesco y la trémula Julieta es, a contar de entonces, quiérase o no, el símbolo ineludible del amor adolescente en pugna con la intolerancia: con los bandos irreconciliables y las querellas que subsisten durante generaciones, para mayor desgracia de quienes las heredan. Ha sido, por lo mismo, representada en toda época y lugar, adaptada al cine y la televisión, musicalizada en las calles de Nueva York y reformulada con ensañamiento en cada nuevo escenario de la tierra.

Las apariencias engañan

Otelo, el moro de Venecia (1603-1604) insiste, a su manera, en viejos temas: en la pasión que acaba arrasando a sus protagonistas. Cinco años habían transcurrido desde Romeo y Julieta; cinco años en que el prolífico Will Shakespeare había aprovechado de adentrarse en una temática algo más compleja: la de las apariencias que todo lo encubren, la del mal omnipresente, que todo lo contamina. El noble Otelo, general africano al servicio del ejército veneciano es, ante todo, la víctima impensada de su ordenanza, el diabólico Yago, que se ocupa de inocular con fruición en sus oídos el veneno de los celos, hasta conducirlo al desquiciamiento y al crimen de su amada, a la autodestrucción final. Yago es una auténtica novedad dentro del universo shakespereano: es el villano per se, al cual le complace el mal químicamente puro. Lo más destacable de esta pieza es, con todo, la apuesta decidida del autor en contra de los prejuicios dominantes en el teatro de su época y entre el público isabelino: una audiencia complaciente y prejuiciada, que confiaba a ciegas en los arquetipos vigentes. Para la cual, el individuo deforme era un villano y los más dotados físicamente, una encarnación del bien. Shakespeare viene a alterar, por primera vez, este orden de cosas. Un individuo de piel oscura es, ahora, la víctima desprevenida de un europeo intrigante y voraz, de piel blanca, bello incluso. Ver para creer, decía la vieja premisa aristotélica. Shakespeare consigue, en esta obra en particular, enmendar la plana al viejo filósofo de la antigüedad.


El hijo fallecido de Shakespeare fallecido a los once años se llamaba Hamnet, así con n. Un par de años después de estrenado Otelo, surgió de su pluma la figura atribulada del Hamlet, el conocido príncipe de Dinamarca, que vive desgarrado por su propia lucidez y la repentina conciencia de la muerte, deseoso de restablecer el orden en palacio y restituir a su padre muerto el honor que le fuera arrebatado. Al estrenarse la obra, el propio Shakespeare representó al espectro del padre, que hablaba largamente con su hijo Hamlet. Bella forma de exorcizar, en el escenario, el sueño de cualquier progenitor que ha perdido a su vástago. El actor Horacio Videla postula, no sin razón, que Hamlet es la obra precursora de la narrativa existencialista. También aquí, Shakespeare consigue adelantarse a su época y sin pasar por la psiquiatría moderna, con aquel hijo desolado que oye voces y dialoga con los muertos, entrampado en su propio delirio. Es una forma curiosa de introspección en escena, una exploración desde dentro en la demencia, previa al psicoanálisis, los divanes y el concepto tan antojadizo, tan oportunista, de esquizofrenia.

El rey Lear y Macbeth (ambas escritas entre 1605 y 1606) profundizan a su manera en las perversiones asociadas al gran poder. Macbeth resulta, al final, un reyezuelo improvisado, falto de voluntad, doblegado al juego cruel de las brujas que lo manipulan entre bambalinas. Si el destino ha querido que sea rey, clama a los cuatro vientos, como para convencerse a sí mismo, que se me corone, entonces, sin que tenga yo parte en ello.... ¿Suena conocido? Posiblemente. Baste con examinar las razones que, a diario, enarbolan los tiranos. El anciano rey Lear es el depositario de la misma arbitrariedad, en la soledad de su trono, pero su propia violencia va dirigida, en esta ocasión, contra su hija menor, Cordelia, arrasada al fin por las iras de su progenitor. En el trasfondo curioso de esta pieza más compleja que otras que muchos consideran, porque es de buen tono decirlo, su obra mayor, merodea la figura insidiosa de Edmundo, el villano de turno. Un personaje inspirado, por una licencia poética del propio Shaskespeare, en el carácter rudimentario de Christopher Marlowe, el poeta y dramaturgo de su época, muerto en una riña de bar (está también presente en el film laureado), al que el viejo Will resuelve devolver a la vida, para un postrer ajuste de cuentas con él. Mucha gente muere, de hecho, al concluir la obra, igual que ocurría en Hamlet y Macbeth.

Es una constante en Shakespeare, esta tendencia homicida y múltiple con sus personajes. Se queda uno con una sensación curiosa: como de un apuro repentino de su parte o un afán de resolver todo el asunto rápidamente. Se lo imagina uno entre bastidores como ocurre en la película, redactando a última hora las escenas, teniendo quizás que eliminar a medio mundo porque se acababa el tiempo, y el público comenzaba a aburrirse, y había que cerrar la sala.

Hasta que, en 1613, ardió intempestivamente el Globe se quemó el teatro y el bardo hubo de iniciar el lento regreso a Stratford-upon-Avon. Murió allí en 1613. Tenía 52 años. Dejó a su paso, en su estela espléndida, treinta y siete grandes piezas en total, aparte de su obra poética. El hombrecito de Stratford acababa de golpear casi sin proponérselo las puertas del cielo. Seguiría golpeando luego y cada tantos años, las de la Academia hollywoodense.

Los porqué de su vigencia

La nostalgia hizo presa de Shakespeare. Y en ese torbellino se han visto envueltos también los chilenos. Aquí, tres profesionales opinan sobre su vigencia.

Alejandra Rojas, escritora chilena residente en Madrid. Está embarcada en el proyecto de la Editorial Norma que publicará las obras completas de Shakespeare en versión bilingüe:

Hay características en su obra que lo hacen particularmente apto para este momento finisecular, de profunda incertidumbre y pesimismo. Shakespeare es un posmoderno de vanguardia. Los personajes del autor isabelino están más acá del bien y del mal. Los personajes entran en encrucijadas morales y a pesar de eso la historia sigue su curso catastrófico. A veces, Shakespeare me impresiona como un misántropo capaz de una enorme piedad, que observa la condición humana con una desesperanza muy impropia del tiempo en que le tocó vivir.

Horacio Videla, actor y director de teatro. En 1995 dirigió Hamlet:

Aparte de ser un genio, hay en todo su trabajo un redescubrimiento de lo humano, desde el punto de vista de las contradicciones, valorando tanto los aspectos positivos y virtuosos del ser, como toda su oscuridad, su parte inconsciente y perversa. El tiene el talento de estar siempre en los dos polos. En la actualidad nosotros vivimos una época en la que se redescubre la humanidad. Además, Shakespeare incluye el concepto mágico en la realidad. Plantea los sucesos en forma real e histórica, pero todo tiene su porción de magia, de mundo sobrenatural tremendamente fuerte.

Hugo Rojas, sicoanalista:

Uno de los motivos por los que se ha mantenido es que ha puesto en escena al neurótico moderno. En su época ya fue capaz de tomar temas y motivos mucho más antiguos que él, que tienen que ver con el origen del hombre. Por eso es actual, porque habla de lo que nos ocurre a nosotros a cada rato. Su tremenda profundidad radica en que trata los temas que nos pueden remecer, como la muerte, el asesinato, el deseo incestuoso. Desde ese punto de vista, en Romeo y Julieta el tema de fondo es el castigo con la muerte por la transgresión del incesto. Inconscientemente, los dos amantes son dos hermanos. Y Hamlet es el prototipo del gran neurótico que lucha con sus intereses.

Shakespeare, all in all

No se puede hablar de un boom de Shakespeare, porque en rigor desde hace diez años las tragedias y comedias del escritor son llevadas al cine. El primero en hacer el esfuerzo en los albores de los noventa fue Kenneth Branagh, con su Enrique V. Pero fracasó en querer insertar a Shakespeare en la cultura de masas, porque su lenguaje isabelino fue apenas tragado por el público. Luego vino Hamlet, Mucho ruido y pocas nueces y Ricardo III.

Por su parte, Ian Mc Kellen incursionó sin mayor suerte con su propia versión de Ricardo III que le costó muchísimo financiar. Mayor éxito tuvo Al Pacino con su adaptación de esa misma obra para En busca de Ricardo III, en 1996. Ese mismo año aparece el éxito de taquilla Romeo y Julieta, con Leonardo Di Caprio en una Verona de tintes tropicales. Al año siguiente se estrena Twelfth Night, deTrevor Nunn y, en 1998, La tempestad, con Ian Mc Kellen, para llegar al clímax con la galardonada Shakespeare apasionado.

Pero ahí no acaba la producción fílmica. Para la próxima temporada de estrenos el reincidente Kenneth Branagh anuncia Trabajos de amor perdidos, Macbeth (antes realizada por Orson Welles y Roman Polanski) y Como gustéis. Anthony Hopkins y Jessica Lange participan en una adaptación de Titus Andronicus. Y Sueño de una noche de verano viene en dos versiones, una dirigida por Michael Hoffman, protagonizada por Michelle Pfeiffer y Rupert Everett, y otra en preparación con la actriz Olivia Hussey, quien ya fue Julieta.

Interesante será ver al desgreñado Ethan Hawke en el papel de Hamlet. Y las parodias Diez cosas que odio de ti, basada en La fierecilla domada, y O, inspirada en Otelo. Esta última ya había sido realizada en una versión más apegada a la tradicional por Oliver Parker, pero O muestra una modernísima visión del moro de Venecia jugando basketball en una universidad gringa.

Sobre las tablas, Shakespeare también brilla.

En Londres y Madrid se presenta la pieza Las obras completas de William Shakespeare (abreviadas), que dura poco más de una hora y media y caracteriza a treinta y siete personajes shakesperianos. Y, junto a ella, cinco obras más, entre las que destaca la del Globe Theatre: Antonio y Cleopatra, montaje en el que todos los papeles femeninos serán interpretados por hombres.

Por las salas de teatro chileno han pasado, prácticamente, todas las obras del inglés. En la última década se han montado Sueño de una noche de verano, de Andrés Pérez; Comedia de equivocaciones, de Andrés Céspedes; Macbeth, de Rodrigo Pérez; El rey Lear, de Alfredo Castro; La tempestad , y Noche de reyes, de Willy Semler, y Hamlet, de Horacio Videla. Para este año se esperan Macbeth, de la compañía El Cancerbero, y Los bufones de Shakespeare, de la compañía Sombrero Verde.

En la Biblioteca Nacional, el 13 de abril se dará inicio a la segunda versión de Todo Shakespeare para todos, que incluirá danza, música y cine. Y hasta la Orquesta Sinfónica de Chile incluyó en su temporada 99 Sueño de una noche de verano, con música de Mendelssohn.

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