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De ella, venía hacia mí una pelota que sonaba diferente, tenía dentro como un cascabel, alcancé a pararla con los pies y tomarla para lanzarla... Por suerte me di cuenta que la persona que venía a reclamarla no veía. Era un entrenamiento de fútbol para ciegos...Sólo el entrenador podía ver. Entonces escucho que el jugador me dice... -¿Quién agarró la pelota? Primera vez en la vida que no sé qué decir Sólo tenía que responder "yo, acá", o cualquier cosa, pero la estupidez me paralizó y no dije nada. Dejé la pelota en el suelo y seguí mi camino. El entrenador de ellos me miró indignado -con toda razón- y le gritó a su pupilo, "Arturo, agáchate, está justo a tu lado derecho...". Entonces reaccioné, por suerte, y corrí de vuelta hacia Arturo. -Perdóname, le dije, acá está -y se la dejé caer en sus manos. -Gracias, respondió y se fue hacia la cancha. El
entrenador, un joven de unos treinta y tres años, delgado, rubio
y muy crespo, francamente no entendía nada. Me miró algo confundido,
y siguió su clase.Arturo entró de nuevo a la cancha, tocando las paredes que eran bajas y de mica, y se puso de nuevo en su lugar. Me quedé mirando el entrenamiento desde afuera mucho rato, el calor y la densidad de la tarde me tenían realmente aturdida, las gotas no paraban de pasearse por mi frente como burlándose frente a mis ojos, pero me quedé, estaba entretenida y asombrada. Era, de lejos, un entrenamiento casi igual al de los videntes, lo único lento era cuando la pelota se escapa de la cancha. Las habilidades en los pies eran perfectas, y las jugadas tácticas muy ingeniosas. El entrenador les pegaba un grito y se movía avisando donde quería la pelota, y ésta, con su cascabel, terminaba la labor. Mientras pasaba la hora, vi llegar al arquero. El entrenaba por su cuenta, por otro lado, con otro compañero no vidente. Estaba preparado y listo, se venía la mejor parte del entrenamiento, el partido. Eran impar, contando al entrenador. Para mi sorpresa me miró, y como dándome una segunda oportunidad, me dice: "¿Ché, chica, querés jugar? Nos falta uno/a". Yo, nerviosa pero sin capacidad de error, respondí con un abrupto sí. Y luego comenté: "Mi nombre es Amanda". Me pusieron al arco, para que fuéramos parejos. Enrique -el entrenador- era el único que no podía meter goles. El partido estuvo increíble, lo pasé como nunca. Atajé mucho, pero no lo suficiente, era un nivel demasiado alto para mí. Nuestro equipo, de todas maneras, hizo un buen partido, y el arquero de ellos atajó prácticamente todo, por lo que quedamos tres dos abajo. Después me invitaron a tomar una bebida, pero ya se me había hecho muy tarde, y mi editor me llamaría a las ocho para ver cómo avanzaba mi proyecto. Con la pena en el alma me tuve que ir sin gozar la bebida, quería compartir más, quedarme con ellos, pero por una extraña razón, me quedé con la sensación de que los vería de nuevo, seguro, los vería de nuevo. Llegué corriendo al hotel, y sonó el teléfono, me pasaron la llamada. Era mi editor. Antes de que empezara a hablar le dije "Luis, va todo bien, tengo varias notas, he entrevistado a muchos deportistas de diferentes disciplinas y tengo varias cosas ". Pero así y todo, fui diciendo sin siquiera pensar: "Quiero cambiar el proyecto". -¡Qué! Pero a estas alturas, ¿estás segura Amanda? Lo bueno de mi editor, es que confía en mí a ojos cerrados, y lo hizo esa vez, de nuevo. -Está bien Amanda, te lo dejo a ti, es tu responsabilidad. Mi editor confió en mí, ciegamente. Y yo a su vez viéndolo y viviéndolo todo desde ahí aposté por ellos, aposté por los ciegos. Escribí el mejor reportaje y sacamos buenos resultados de éste. Confié plenamente en los no videntes, quienes me dejaron entrar en su mundo y en su visión desde otro ángulo, desde mi ángulo, desde el ángulo del cual a veces no se ve todo tan bien por más que se tengan los ojos bien abiertos. Amanda Kiran |
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